PLATÓN (427 a. C.-347 a. C)
ARISTÓTELES ( 384-322 a.C.)
SÉNECA (4 a. C.- 65 d. C.)
RENÉ DESCARTES (1596-1650)
DAVID HUME (1711-1776)
DE LA METTRIE (1709- 1751)
AUGUSTE COMTE 1798-1859
WILHELM WUNDT (1832-1920)
EDWARD L. THORNDIKE (1874-1949)
EDWARD B. TITCHENER (1867-1927)
JAMES R. ANGELL (1869-1949)
JOHN B. WATSON (1878-1958)
WOLFGANG KÖHLER (1887-1967)
SIGMUND FREUD (1856-1939)
ALAN M. TURING (1912-1954)
BURRHUS F. SKINNER (1904-1990)
NOAM CHOMSKY (1928)
NEAL E. MILLER (1909)
CARL ROGERS (1902-1987)
JEAN PIAGET (1896-1980)
THOMAS SZASZ (1920)
JOHN SEARLE (1932)
ROY LACHMAN
DAVID E. RUMELHART
HILARY W. PUTNAM 1926-2016
Mito del carro alado:
Sobre la inmortalidad, baste ya con lo dicho. Pero sobre su idea hay que añadir lo siguiente: Cómo es el alma, requeriría toda una larga y divina explicación; pero decir a qué se parece, es ya asunto humano y, por supuesto, más breve. Podríamos entonces decir que se parece a una fuerza que, como si hubieran nacido juntos, lleva a una yunta alada y a su auriga. Pues bien, los caballos y los aurigas de los dioses son todos ellos buenos, y buena su casta, la de los otros es mezclada. Por lo que a nosotros se refiere, hay, en primer lugar, un conductor que guía un tronco de caballos y, después, estos caballos de los cuales uno es bueno y hermoso, y está hecho de esos mismos elementos, y el otro de todo lo contrario, como también su origen. Necesariamente, pues, nos resultará difícil y duro su manejo.
Y ahora, precisamente, hay que intentar decir de dónde le viene al viviente la denominación de mortal e inmortal. Todo lo que es alma tiene a su cargo lo inanimado, y recorre el cielo entero, tomando unas veces una forma y otras otra. Si es perfecta y alada, surca las alturas, y gobierna todo el Cosmos. Pero la que ha perdido sus alas va a la deriva, hasta que se agarra a algo sólido, donde se asienta y se hace con cuerpo terrestre que parece moverse a sí mismo en virtud de la fuerza de aquélla. Este compuesto, cristalización de alma y cuerpo, se llama ser vivo, y recibe el sobrenombre de mortal. El nombre de inmortal no puede razonarse con palabra alguna; pero no habiéndolo visto ni intuido satisfactoriamente, nos figuramos a la divinidad, como un viviente inmortal, que tiene alma, que tiene cuerpo, unidos ambos, de forma natural, por toda la eternidad. Pero, en fin, que sea como plazca a la divinidad, y que sean estas nuestras palabras.
Consideremos la causa de la pérdida de las alas, y por la que se le desprenden al alma. Es algo así como lo que sigue.
El poder natural del ala es levantar lo pesado, llevándolo hacia arriba, hacia donde mora el linaje de los dioses. En cierta manera, de todo lo que tiene que ver con el cuerpo, es lo que más unido se encuentra a lo divino. Y lo divino es bello, sabio, bueno y otras cosas por el estilo. De esto se alimenta y con esto crece, sobre todo, el plumaje del alma; pero con lo torpe y lo malo y todo lo que le es contrario, se consume y acaba. Por cierto, que Zeus, el poderoso señor de los cielos, conduciendo su alado carro, marcha en cabeza, ordenándolo todo y de todo ocupándose. Le sigue un tropel de dioses y démones ordenados en once filas. Pues Hestia se queda en la morada de los dioses, sola, mientras todos los otros, que han sido colocados en número de doce, como dioses jefes, van al frente de los órdenes a cada uno asignados. Son muchas, por cierto, las miríficas visiones que ofrece la intimidad de las sendas celestes, caminadas por el linaje de los felices dioses, haciendo cada uno lo que tienen que hacer, y seguidos por los que, en cualquier caso, quieran y puedan. Está lejos la envidia de los coros divinos. Y, sin embargo, cuando van a festejarse a sus banquetes, marchan hacia las empina- das cumbres, por lo más alto del arco que sostiene el cielo, donde precisamente los carros de los dioses, con el suave balanceo de sus firmes riendas, avanzan fácilmente, pero a los otros les cuesta trabajo. Porque el caballo entreverado de maldad gravita y tira hacia la tierra, forzando al auriga que no lo haya domesticado con esmero. Allí se encuentra el alma con su dura y fatigosa prueba. Pues las que se llaman inmortales, cuando han alcanzado la cima, saliéndose fuera, se alzan sobre la espalda del cielo, y al alzarse se las lleva el movimiento circular en su órbita, y contemplan lo que está al otro lado del cielo.
A ese lugar supraceleste, no lo ha cantado poeta alguno de los de aquí abajo, ni lo cantará jamás como merece. Pero es algo como esto -ya que se ha de tener el coraje de decir la verdad, y sobre todo cuando es de ella de la que se habla-: porque, incolora, informe, intangible esa esencia cuyo ser es realmente ser, vista sólo por el entendimiento, piloto del alma, y alrededor de la que crece el verdadero saber, ocupa, precisamente, tal lugar. Como la mente de lo divino se alimenta de un entender y saber incontaminado, lo mismo que toda alma que tenga empeño en recibir lo que le conviene, viendo, al cabo del tiempo, el ser, se llena de contento, y en la contemplación de la verdad, encuentra su alimento y bienestar, hasta que el movimiento, en su ronda, la vuelva a su sitio. En este giro, tiene ante su vista a la misma justicia, tiene ante su vista a la sensatez, tiene ante su vista a la ciencia, y no aquella a la que le es propio la génesis, ni la que, de algún modo, es otra al ser en otro -en eso otro que nosotros llamamos entes-, sino esa ciencia que es de lo que verdaderamente es ser. Y habiendo visto, de la misma manera, todos los otros seres que de verdad son, y nutrida de ellos, se hunde de nuevo en el interior del cielo, y vuelve a su casa. Una vez que ha llegado, el auriga detiene los caballos ante el pesebre, les echa, de pienso, ambrosía, y los abreva con néctar.
Tal es, pues, la vida de los dioses. De las otras almas, la que mejor ha seguido al dios y más se le parece, levanta la cabeza del auriga hacia el lugar exterior, siguiendo, en su giro, el movimiento ce- leste, pero, soliviantada por los caballos, apenas si alcanza a ver los seres. Hay alguna que, a ratos, se alza, a ratos se hunde y, forzada por los caballos, ve unas cosas sí y otras no. Las hay que, deseosas todas de las alturas, siguen adelante, pero no lo consiguen y acaban sumergiéndose en ese movimiento que las arrastra, pateándose y amontonándose, al intentar ser unas más que otras. Confusión, pues, y porfías y supremas fatigas donde, por torpeza de los aurigas, se quedan muchas renqueantes, y a otras muchas se les parten muchas alas. Todas, en fin, después de tantas penas, tienen que irse sin haber podido alcanzar la visión del ser; y, una vez que se han ido, les queda sólo la opinión por alimento. El porqué de todo este empeño por divisar dónde está la llenura de la Verdad, se debe a que el pasto adecuado para la mejor parte del alma es el que viene del prado que allí hay, y el que la naturaleza del ala, que hace ligera al alma, de él se nutre.
Así es, pues, el precepto de Adrastea. Cualquier alma que, en el séquito de lo divino, haya vislumbrado algo de lo verdadero, estará indemne hasta el próximo giro y, siempre que haga lo mismo, estará libre de daño. Pero cuando, por no haber podido seguirlo, no lo ha visto, y por cualquier azaroso suceso se va gravitando llena de olvido y dejadez, debido a este lastre, pierde las alas y cae a tierra.
Entonces es de ley que tal alma no se implante en ninguna naturaleza animal, en la primera generación, sino que sea la que más ha visto la que llegue a los genes de un varón que habrá de ser amigo del saber, de la belleza o de las Musas tal vez, y del amor; la segunda, que sea para un rey nacido de leyes o un guerrero y hombre de gobierno; la tercera, para un político o un administrador o un hombre de negocios; la cuarta, para alguien a quien le va el esfuerzo corporal, para un gimnasta, o para quien se dedique a curar cuerpos; la quinta habrá de ser para una vida dedicada al arte adivinatorio o a los ritos de iniciación; con la sexta se acoplará un poeta, uno de ésos a quienes les da por la imitación; sea la séptima para un artesano o un campesino; la octava, para un sofista o un demagogo, y para un tirano la novena. De entre todos estos casos, aquel que haya llevado una vida justa es partícipe de un mejor destino, y el que haya vivido injustamente, de uno peor. Porque allí mismo de donde partió no vuelve alma alguna antes de diez mil años -ya que no le salen alas antes de ese tiempo-, a no ser en el caso de aquel que haya filosofado sin engaño, o haya amado a los jóvenes con filosofía. Éstas, en el tercer período de mil años, si han elegido tres veces seguidas la misma vida, vuelven a cobrar sus alas y, con ellas, se alejan al cumplirse esos tres mil años. Las demás, sin embargo, cuando acabaron su primera vida, son llamadas a juicio y, una vez juzgadas, van a parar a prisiones subterráneas, donde expían su pena; y otras hay que, elevadas por la justicia a algún lugar celeste, llevan una vi- da tan digna como la que vivieron cuando tenían forma humana. Al llegar el milenio, teniendo unas y otras que sortear y escoger la segunda existencia, son libres de elegir la que quieran. Puede ocurrir entonces que un alma humana venga a vivir a un animal, y el que alguna vez fue hombre se pase, otra vez, de animal a hombre.
Porque nunca el alma que no haya visto la verdad puede tomar figura humana. Conviene que, en efecto, el hombre se dé cuenta de lo que le dicen las ideas, yendo de muchas sensaciones a aquello que se concentra en el pensamiento. Esto es, por cierto, la reminiscencia de lo que vio, en otro tiempo, nuestra alma, cuando iba de camino con la divinidad, mirando desde lo alto a lo que ahora decimos que es, y alzando la cabeza a lo que es en realidad. Por eso, es justo que sólo la mente del filósofo sea alada, ya que, en su memoria y en la medida de lo posible, se encuentra aquello que siempre es y que hace que, por tenerlo delante, el dios sea divino. El varón, pues, que haga uso adecuado de tales recordatorios, iniciado en tales ceremonias perfectas, sólo él será perfecto. Apartado, así, de huma- nos menesteres y volcado a lo divino, es tachado por la gente como de perturbado, sin darse cuenta de que lo que está es «entusiasmado».
Y aquí es, precisamente, a donde viene a parar todo ese discurso sobre la cuarta forma de locura, aquella que se da cuando alguien contempla la belleza de este mundo, y, recordando la verdadera, le salen alas y, así alado, le entran deseos de alzar el vuelo, y no lográndolo, mira hacia arriba como si fuera un pájaro, olvidado de las de aquí abajo, y dando ocasión a que se le tenga por loco. Así que, de todas las formas de «entusiasmo», es ésta la mejor de las mejores, tanto para el que la tiene, como para el que con ella se comunica; y al partícipe de esta manía, al amante de los bellos, se le llama enamorado.
Así que, como se ha dicho, toda alma de hombre, por su propia naturaleza, ha visto a los seres verdaderos, o no habría llegado a ser el viviente que es. Pero el acordarse de ellos, por los de aquí, no es asunto fácil para todo el mundo, ni para cuantos, fugazmente, vieron entonces las cosas de allí, ni para los que tuvieron la desdicha, al caer, de descarriarse en ciertas compañías, hacia lo injusto, viniéndoles el olvido del sagrado espectáculo que otrora habían visto. Pocas hay, pues, que tengan suficiente memoria. Pero éstas, cuando ven algo semejante a las de allí, se quedan como traspuestas, sin poder ser dueñas de sí mismas, y sin saber qué es lo que les está pasan- do, al no percibirlo con propiedad. De la justicia, pues, y de la sensatez y de cuanto hay de valioso para las almas no queda resplandor alguno en las imitaciones de aquí abajo, y sólo con esfuerzo y a través de órganos poco claros les es dado a unos pocos, apoyándose en las imágenes, intuir el género de lo representado. Pero ver el fulgor de la belleza se pudo entonces, cuando con el coro de bienaventurados teníamos a la vista la divina y dichosa visión, al seguir nosotros el cortejo de Zeus, y otros el de otros dioses, como inicia dos que éramos en esos misterios, que es justo llamar los más llenos de dicha, y que celebramos en toda nuestra plenitud y sin padecer ninguno de los males que, en tiempo venidero, nos aguardaban. Plenas y puras y serenas y felices las visiones en las que hemos sido iniciados, y de las que, en su momento supremo, alcanzábamos el brillo más límpido, límpidos también nosotros, sin el estigma que es toda esta tumba que nos rodea y que llamamos cuerpo, prisioneros en él como una ostra. [PLATÓN: Fedro. circa 370 a.C]
Definición del alma
Solemos decir que uno de los géneros del ser es la entidad. Pero la entidad puede entenderse, en primer lugar, como materia —aquello que por sí mismo no es algo determinado—; en segundo lugar, como estructura y forma —en virtud de la cual se dice que la materia es ya algo concreto—; y, en tercer lugar, como compuesto de materia y forma. Por lo demás, la materia es potencia, mientras que la forma es entelequia o acto, término este que puede entenderse en dos sentidos, igual que consideramos el conocimiento como ciencia en cuanto tal o bien como el ejercicio del conocimiento.
Entidades se consideran preeminentemente los cuerpos y, entre ellos, los cuerpos naturales, pues éstos constituyen los principios de que nacen los demás. Ahora bien, de entre los cuerpos naturales unos tienen vida y otros no la tienen. Con el término «vida» hacemos referencia al hecho de nutrirse por sí mismo, crecer y envejecer. Así pues, todo cuerpo natural que posee vida debe ser entidad, y entidad de tipo compuesto. Claro que, puesto que se trata de tal clase de cuerpo (con vida), el cuerpo no puede ser el alma, porque el cuerpo no es algo que se predique de un sujeto, sino que más bien es el cuerpo mismo lo que se considera como sustrato del sujeto. Por tanto, el alma debe ser entidad, en el sentido de ser la forma de un cuerpo natural que en potencia tiene vida. Y, puesto que en este sentido la entidad es entelequia o acto, el alma es la entelequia de la clase de cuerpo que hemos descrito.
Pero el término «entelequia» tiene dos sentidos, correspondientes a la posesión del conocimiento y al ejercicio del mismo. Evidentemente, el alma es entelequia en el sentido análogo a la posesión del conocimiento. Y es que teniendo alma se puede estar durmiendo o despierto, y la vigilia es análoga al ejercicio del conocimiento, mientras que el dormir es análogo a la mera posesión del conocimiento, sin ejercicio. Ahora bien, desde el punto de vista de la génesis se da antes, en una persona individual, la posesión del conocimiento. Por consiguiente, el alma podría definirse como la entelequia primera de un cuerpo natural que en potencia tiene vida.[...].
Hemos proporcionado, pues, una definición general de lo que es el alma: es entidad en el sentido de ser forma, es decir, la esencia de un determinado tipo de cuerpo. Supongamos que una herramienta cualquiera —un hacha, por ejemplo—, fuese un cuerpo natural. La entidad del hacha sería aquello que hace de esa herramienta un hacha; sería su alma. Supóngase que este alma se separa. Entonces la herramienta no sería ya un hacha, a no ser de palabra. Con todo, al margen de nuestra suposición, sigue tratándose de una simple hacha. Y es que el alma no es esencia definitoria de un cuerpo de este tipo, sino de un cuerpo natural de tal índole que posee en sí mismo los principios del movimiento y el reposo.
Apliquemos ahora lo que hemos dicho a las diversas partes del cuerpo viviente. Si el ojo fuera un ser vivo, su alma sería la vista. Ella es, sin duda, la entidad definitoria [o forma] del ojo. Por su parte, el ojo es la materia de la vista. Si se pierde la vista, el ojo no es tal ojo a no ser de palabra, como cuando denominamos así a un ojo pintado o esculpido en piedra. Pues bien, lo que se aplica a las partes del cuerpo viviente debemos aplicarlo también a la totalidad de éste, puesto que entre la potencia [órgano] sensorial considerada en su totalidad y el conjunto del cuerpo que siente considerado como tal, debe existir la misma relación que hay entre sus respectivas partes. Por lo demás, lo que posee en potencia la capacidad de vivir no es el cuerpo que ha perdido el alma, sino el que la conserva. Tampoco poseen tal capacidad la semilla y el fruto, que sólo potencialmente constituyen un cuerpo de esta clase. El estado de vigilia es entelequia en el mismo sentido en que lo son la visión o el acto de cortar con el hacha, mientras que el alma es entelequia en el mismo sentido en que lo son la vista o la capacidad de la herramienta para cortar. El cuerpo es lo que es sólo potencialmente, pero igual que la pupila del ojo y la vista constituyen el ojo, así en el otro caso el alma y el cuerpo constituyen un ser vivo.
[ARISTÓTELES: De anima. circa 350 a. C ]
3. La felicidad verdadera. [...] Por lo pronto, de acuerdo en esto con todos los estoicos, me atengo a la naturaleza de las cosas; la sabiduría consiste en no apartarse de ella y formarse según su ley y su ejemplo. La vida feliz es, por tanto, la que está conforme con su naturaleza; lo cual no puede suceder más que si, primero, el alma está sana y en constante posesión de su salud; en segundo lugar, si es enérgica y ardiente, magnánima y paciente, adaptable a las circunstancias, cuidadosa sin angustia de su cuerpo y de lo que le pertenece, atenta a las demás cosas que sirven para la vida, sin admirarse de ninguna; si usa de los dones de la fortuna, sin ser esclava de ellos.
Comprendes, aunque no lo añadiera, que de ello nace una constante tranquilidad y libertad, una vez alejadas las cosas que nos irritan o nos aterran; pues en lugar de los placeres y de esos goces mezquinos y frágiles, dañosos aun en el mismo desorden, nos viene una gran alegría inquebrantable y constante, y al mismo tiempo la paz y la armonía del alma, y la magnanimidad con la dulzura; pues toda ferocidad procede de la debilidad.
5. La libertad del sabio: Ves, pues, qué mala y funesta servidumbre tendrá que sufrir aquél a quien poseerán alternativamente los placeres y los dolores, los dominios más caprichosos y arrebatados. Hay que encontrar, por tanto, una salida hacia la libertad. Esta libertad no la da más que la indiferencia por la fortuna; entonces nacerá ese inestimable bien, la calma del espíritu puesto en seguro y la elevación; y, desechados todos los terrores, del conocimiento de la verdad surgirá un gozo grande e inmutable, y la afabilidad y efusión del ánimo, con los cuales se deleitará, no como bienes, sino como frutos de su propio bien. Puesto que he empezado a tratar la cuestión con amplitud, puede llamarse feliz al que, gracias a la razón, ni desea ni teme; pues las piedras también carecen de temor y de tristeza, e igualmente los animales, pero no por ello dice nadie que son felices los que no tienen conciencia de la felicidad. Pon en el mismo lugar a los hombres a quienes una índole obtusa y la ignorancia de sí mismos reducen al número de los animales y de las cosas inanimadas. Ninguna diferencia hay entre éstos y aquéllos, pues éstos carecen de razón y la de aquéllos está corrompida y sólo sirve para su mal y para pervertirlos; pues nadie puede llamarse feliz fuera de la verdad.
La vida feliz tiene, por tanto, su fundamento inmutable en un juicio recto y seguro. Pues el alma es pura y libre de todo mal cuando ha evitado no sólo los desgarrones, sino también los arañazos, dispuesta a mantenerse siempre donde se ha detenido y a defender su posición contra los furores y los embates de la fortuna. Pues, por lo que se refiere al placer, aún cuando se difunda por todas partes en torno nuestro y se insinúe por todas las vías y halague el ánimo con sus caricias y acumule unas tras otras para seducirnos total o parcialmente, ¿qué mortal a quien quede algún vestigio de ser hombre querría sentir su cosquilleo día y noche y abandonar el alma para consagrarse al cuerpo?
6. Placer y felicidad. «Pero también el alma —se dice— tendrá sus placeres». Téngalos en buena hora, y eríjase en árbitro de la sensualidad y de los placeres, llénese de todas las cosas que suelen encantar los sentidos, después vuelva los ojos al pretérito y, al acordarse de los placeres pasados, embriáguese con los anteriores y anticipe ya los futuros, apreste sus esperanzas y, mientras el cuerpo se abandona a los festines presentes, ponga el pensamiento en los futuros; tanto más desdichada me parecerá por ello, pues tomar lo malo por lo bueno es locura. Y sin cordura nadie es feliz, ni es cuerdo aquel a quien apetecen las cosas dañosas como si fueran las mejores. Es feliz, por tanto, el que tiene un juicio recto; es feliz el que está contento con las circunstancias presentes, sean las que quieran, y es amigo de lo que tiene; es feliz aquel para quien la razón es quien da valor a todas las cosas de su vida. [SÉNECA: Sobre la Felicidad. 58-59 d. C.]
El alma humana y el animal máquina
[...] Así, puesto que nuestros sentidos en ocasiones nos engañan, quise suponer que no había nada que fuese tal como ellos nos lo hacen imaginar. Y como hay hombres que se equivocan al razonar, incluso sobre las cuestiones más simples de geometría [...], juzgando que estaba expuesto a errar como cualquier otro, rechacé como falsas todas las razones que antes había aceptado por demostraciones. Y, en fin, considerando que los mismos pensamientos que tenemos estando despiertos pueden también sobrevenirnos cuando dormimos, sin que entonces haya ninguno que sea verdadero, resolví fingir que todas las cosas que hasta entonces habían entrado en mi espíritu no eran más verdaderas que las ilusiones de mis sueños.
Pero inmediatamente después advertí que, mientras quería pensar así que todo era falso, era preciso necesariamente que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa. Y, reparando en que esta verdad: «pienso, luego soy», era tan firme y tan segura que todas las suposiciones más extravagantes de los escépticos no eran capaces de conmoverla, juzgué que podía aceptarla, sin escrúpulo, como el primer principio de la filosofía que buscaba.
Luego, al examinar con atención lo que yo era y al ver que podía fingir que no tenía cuerpo alguno, y que no había mundo ni lugar alguno en el que yo me hallase, pero que no podía fingir por eso que no era nada, y que, por el contrario, de esto mismo que pensaba de dudar de la verdad de las demás cosas, se deducía muy evidente y ciertamente que yo era, mientras que, si hubiera tan sólo dejado de pensar, aunque todo el resto de lo que había imaginado hubiera sido verdadero, no tenía razón alguna para creer que yo fuese, conocí por esto que yo era una sustancia cuya esencia o naturaleza es pensar y que, para ser, no necesita de lugar alguno ni depende de ninguna cosa material. De modo que este yo, es decir, el alma por la cual soy lo que soy, es enteramente distinta del cuerpo, e incluso más fácil de conocer que él y que, aunque él no fuese, (el alma) no dejaría en modo alguno de ser todo lo que es. [...]
[...] Me contenté con suponer que Dios había formado el cuerpo de un hombre enteramente semejante a uno de los nuestros, tanto en la figura exterior de sus miembros como en la configuración interna de sus órganos, sin componerlo de otra materia que de aquella que había descrito y sin poner en él, al principio, alma racional alguna, ni ninguna otra cosa que sirviese de alma vegetativa o sensitiva, sino que Él excitaba en su corazón uno de esos fuegos sin luz que ya había explicado y que no concebía de otra naturaleza más que de aquella que calienta el heno cuando se lo ha enterrado antes de secarse, o la que hace fermentar los vinos nuevos cuando se los deja en la cuba con su hollejo. Porque [...], examinando las funciones que podían hallarse en este cuerpo, encontraba en él exactamente todas las que pueden existir en nosotros sin que nosotros las pensemos, ni que, por consiguiente, contribuya a ellas nuestra alma [...]; y que se puede decir [que] nos asemejan a los animales irracionales, sin que en ellas pudiera encontrar ninguna de aquéllas otras que, por depender del pensamiento, son las únicas que nos pertenecen en cuanto hombres; en cambio, todas éstas las encontraba enseguida si suponía que un Dios había creado un alma racional y que la añadió a este cuerpo [...].
[...] Y, en fin, lo más notable de todo esto es la generación de los espíritus animales, que son como un viento muy sutil, o más bien como una llama muy pura y muy viva que asciende continuamente del corazón al cerebro con gran abundancia, y de allí vuelve por los nervios a los músculos y pone en movimiento todos los miembros, sin que sea preciso imaginar otra causa que haga que las partes de la sangre que, siendo las más agitadas y las más penetrantes, y por ello las más aptas para componer estos espíritus, vayan al cerebro mejor que a otros lugares, sino que las arterias que allí los llevan son las que vienen del corazón más en línea recta de todas, y que, según las reglas de la mecánica, que son las mismas de la naturaleza, cuando varias cosas tienden a moverse con juntamente hacia un mismo lado en donde no hay suficiente lugar para todas, como con las partes de la sangre que salen de la concavidad izquierda del corazón y tienden hacia el cerebro, las más débiles y menos agitadas deben ser desplazadas por las más fuertes que, por este medio, logran llegar allí solas.
[...] Si hubiera tales máquinas que tuviesen los órganos y la figura de un simio o de cualquier otro animal sin razón, no tendríamos medio alguno de reconocer que no fuesen en todo de la misma naturaleza que estos animales, mientras que, si hubiera otras que tuviesen la apariencia de nuestros cuerpos e imitasen nuestras acciones tanto como fuera posible moralmente, dispondríamos siempre de dos medios muy ciertos para reconocer que no por eso serían en modo alguno verdaderos hombres. El primero de ellos es que nunca podrían usar las palabras ni otros signos componiéndolos como lo hacemos nosotros para declarar nuestros pensamientos a los demás, pues se puede concebir bien que una máquina esté hecha de tal manera que profiera palabras, y también que profiera algunas con ocasión de las acciones corporales que causen algunos cambios en sus órganos, como si se la toca en algún lugar, que pregunte lo que quiera decírsele, o si en otro, que grite que se le hace daño [...]; pero no es posible que se arregle de distintos modos para responder al sentido de todo cuanto se diga en su presencia como pueden hacerlo incluso los hombres más torpes. Y el segundo es que, aunque hicieran distintas cosas tan bien, o quizá mejor que ninguno de nosotros, se equivocarían infaliblemente en algunas otras, por las que se descubriría que no obraban por conocimiento, sino tan sólo por la disposición de sus órganos; pues mientras la razón es un instrumento universal que puede servir en toda clase de circunstancias, esos órganos tienen necesidad de alguna disposición especial para cada acción particular. [DESCARTES, Discurso del método. 1637]
PRIMERA DE LAS MEDITACIONES SOBRE LA METAFÍSICA, EN LAS QUE SE DEMUESTRA LA EXISTENCIA DE DIOS Y LA DISTINCIÓN DEL ALMA Y DEL CUERPO.
Ya me percaté hace algunos años de cuántas opiniones falsas admití como verdaderas en la primera edad de mi vida y de cuán dudosas eran las que después construí sobre aquéllas, de modo que era preciso destruirlas de raíz para comenzar de nuevo desde los cimientos si quería establecer alguna vez un sistema firme y permanente; con todo, parecía ser esto un trabajo inmenso, y esperaba yo una edad que fuese tan madura que no hubiese de sucederle ninguna más adecuada para comprender esa tarea. Por ello, he dudado tanto tiempo, que sería ciertamente culpable si consumo en deliberaciones el tiempo que me resta para intentarlo. Por tanto, habiéndome desembarazado oportunamente de toda clase de preocupaciones, me he procurado un reposo tranquilo en apartada soledad, con el fin de dedicarme en libertad a la destrucción sistemática de mis opiniones.
Para ello no será necesario que pruebe la falsedad de todas, lo que quizá nunca podría alcanzar; sino que, puesto que la razón me persuade a evitar dar fe no menos cuidadosamente a las cosas que no son absolutamente seguras e indudables que a las abiertamente falsas, me bastará para rechazarlas todas encontrar en cada una algún motivo de duda. Así pues, no me será preciso examinarlas una por una, lo que constituiría un trabajo infinito, sino que atacaré inmediatamente los principios mismos en los que se apoyaba todo lo que creí en un tiempo, ya que, excavados los cimientos, se derrumba al momento lo que está por encima edificado.
Todo lo que hasta ahora he admitido como absolutamente cierto lo he percibido de los sentidos o por los sentidos; he descubierto, sin embargo, que éstos engañan de vez en cuando y es prudente no confiar nunca en aquellos que nos han engañado, aunque sólo haya sido por una sola vez. Con todo, aunque a veces los sentidos nos engañan en lo pequeño y en lo lejano, quizás hay otras cosas de las que no se puede dudar aun cuando las recibamos por medio de los mismos, como, por ejemplo, que estoy aquí, que estoy sentado junto al fuego, que estoy vestido con un traje de invierno, que tengo este papel en las manos y cosas por el estilo. ¿Con qué razón se puede negar que estas manos y este cuerpo sean míos? A no ser que me asemeje a no sé qué locos cuyos cerebros ofusca un pertinaz vapor de tal manera atrabiliario que aseveran en todo momento que son reyes, siendo en realidad pobres, o que están vestidos de púrpura, estando desnudos, o que tienen una jarra en vez de cabeza, o que son unas calabazas, o que están creados de vidrio; pero ésos son dementes, y yo mismo parecería igualmente más loco que ellos si me aplicase sus ejemplos.
Perfectamente, como si yo no fuera un hombre que suele dormir por la noche e imaginar en sueños las mismas cosas y a veces, incluso, menos verosímiles que esos desgraciados cuando están despiertos. ¡Cuán frecuentemente me hace creer el reposo nocturno lo más trivial, como, por ejemplo, que estoy aquí, que llevo puesto un traje, que estoy sentado junto al fuego, cuando en realidad estoy echado en mi cama después de desnudarme! Pero ahora veo ese papel con los ojos abiertos, y no está adormilada esta cabeza que muevo, y consciente y sensible-mente extiendo mi mano, puesto que un hombre dormido no lo experimentaría con tanta claridad; como si no me acordase de que he sido ya otras veces engañado en sueños por los mismos pensamientos. Cuando doy más vueltas a la cuestión veo sin duda alguna que estar despierto no se distingue con indicio seguro del estar dormido, y me asombro de manera que el mismo estupor me confirma en la idea de que duermo.
Pues bien: soñemos, y que no sean, por tanto, verdaderos esos actos particulares; como, por ejemplo, que abrimos los ojos, que movemos la cabeza, que extendemos las manos; pensemos que quizá ni tenemos tales manos ni tal cuerpo. Sin embargo, se ha de confesar que han sido vistas durante el sueño como unas ciertas imágenes pintadas que no pudieron ser ideadas sino a la semejanza de cosas verdaderas y que, por lo tanto, estos órganos generales (los ojos, la cabeza, las manos y todo el cuerpo) existen, no como cosas imaginarias, sino verdaderas; puesto que los propios pintores ni aun siquiera cuando intentan pintar las sirenas y los sátiros con las formas más extravagantes posibles, pueden crear una naturaleza nueva en todos los conceptos, sino que entremezclan los miembros de animales diversos; incluso si piensan algo de tal manera nuevo que nada en absoluto haya sido visto que se le parezca ciertamente, al menos deberán ser verdaderos los colores con los que se componga ese cuadro. De la misma manera, aunque estos órganos generales (los ojos, la cabeza, las manos, etc.) puedan ser imaginarios, se habrá de reconocer al menos otros verdaderos más simples y universales, de los cuales como de colores verdaderos son creadas esas imágenes de las cosas que existen en nuestro conocimiento, ya sean falsas, ya sean verdaderas.
A esta clase parece pertenecer la naturaleza corpórea en general en su extensión, al mismo tiempo que la figura de las cosas extensas. La cantidad o la magnitud y el número de las mismas, el lugar en que estén, el tiempo que duren, etc.
En consecuencia, deduciremos quizá sin errar de lo anterior que la física, la astronomía, la medicina y todas las demás disciplinas que dependen de la consideración de las cosas compuestas, son ciertamente dudosas, mientras que la aritmética, la geometría y otras de este tipo, que tratan sobre las cosas más simples y absolutamente generales, sin preocuparse de si existen en realidad en la o no, poseen algo cierto e indudable, puesto que, ya esté dormido, ya esté despierto, dos y tres serán siempre cinco y el cuadrado no tendrá más que cuatro lados; y no parece ser posible que unas verdades tan obvias incurran en sospecha de falsedad.
No obstante, está grabada en mi mente una antigua idea, a saber, que existe un Dios que es omnipotente y que me ha creado tal como soy yo. Pero, ¿cómo puedo saber que Dios no ha hecho que no exista ni tierra, ni magnitud, ni lugar, creyendo yo saber, sin embargo, que todas esas cosas no existen de otro modo que como a mí ahora me lo parecen? ¿E incluso que, del mismo modo que yo juzgo que se equivocan algunos en lo que creen saber perfectamente, así me induce Dios a errar siempre que sumo dos y dos o numero los lados del cuadrado o realizo cualquier otra operación si es que se puede imaginar algo más fácil todavía? Pero quizá Dios no ha querido que yo me engañe de este modo, puesto que de él se dice que es sumamente bueno; ahora bien, si repugnase a su bondad haberme creado de tal suerte que siempre me equivoque, también parecería ajeno a la misma permitir que me engañe a veces; y esto último, sin embargo, no puede ser afirmado.
Habrá quizás algunos que prefieran negar a un Dios tan potente antes que suponer todas las demás cosas inciertas; no les refutemos, y concedamos que todo este argumento sobre Dios es ficticio; pero ya imaginen que yo he llegado a lo que soy por el destino, ya por casualidad, ya por una serie continuada de cosas, ya de cualquier otro modo, puesto que engañarse y errar parece ser una cierta imperfección, cuanto menos potente sea el creador que asignen a mi origen, tanto más probable será que yo sea tan imperfecto que siempre me equivoque. No sé qué responder a estos argumentos, pero finalmente me veo obligado a reconocer que de todas aquellas cosas que juzgaba antaño verdaderas no existe ningún sobre la que no se pueda dudar, no por inconsideración o ligereza, sino por razones fuertes y bien meditadas. Por tanto, no menos he de abstenerme de dar fe a estos pensamientos que a los que son abiertamente falsos, si quiero encontrar algo cierto.
Con todo, no basta haber hecho estas advertencias, sino que es preciso que me acuerde de ellas; puesto que con frecuencia y aun sin mi consentimiento vuelven mis opiniones acostumbradas y atenazan mi credulidad, que se halla como ligada a ellas por el largo y familiar uso; y nunca dejaré de asentir y confiar habitualmente en ellas en tanto que las considere tales como son en realidad, es decir, dudosas en cierta manera, como ya hemos demostrado anteriormente, pero, con todo, muy probables, de modo que resulte mucho más razonable creerlas que negarlas. En consecuencia, no actuaré mal, según confío, si cambiando todos mis propósitos me engaño a mí mismo y las considero algún tiempo absolutamente falsas e imaginarias, hasta que al fin, una vez equilibrados los prejuicios de uno y otro lado, mi juicio no se vuelva a apartar nunca de la recta percepción de las cosas por una costumbre equivocada; ya que estoy seguro de que no se seguirá de esto ningún peligro de error, y de que yo no puedo fundamentar más de lo preciso una desconfianza, dado que me ocupo, no de actuar, sino solamente de conocer.
Supondré, pues, que no un Dios óptimo, fuente de la verdad, sino algún genio maligno de extremado poder e inteligencia pone todo su empeño en hacerme errar; creeré que el cielo, el aire, la tierra, los colores, las figuras, los sonidos y todo lo externo no son más que engaños de sueños con los que ha puesto una celada a mi credulidad; consideraré que no tengo manos, ni ojos, ni carne, ni sangre, sino que lo debo todo a una falsa opinión mía; permaneceré, pues, asido a esta meditación y de este modo, aunque no me sea permitido conocer algo verdadero, procuraré al menos con resuelta decisión, puesto que está en mi mano, no dar fe a cosas falsas y evitar que este engañador, por fuerte y listo que sea, pueda inculcarme nada. Pero este intento está lleno de trabajo, y cierta pereza me lleva a mi vida ordinaria; como el prisionero que disfrutaba en sueños de una libertad imaginaria, cuando empieza a sospechar que estaba durmiendo, teme que se le despierte y sigue cerrando los ojos con estas dulces ilusiones, así me deslizo voluntariamente a mis antiguas creencias y me aterra el despertar, no sea que tras el plácido descanso haya de transcurrir la laboriosa velada no en alguna luz, sino entre las tinieblas inextricables de los problemas suscitados. [DESCARTES: Meditaciones metafísicas. 1641]
PONER EN RELACIÓN CON EL TEXTO DE HILARY W. PUTNAM 1926-2016
Sobre el yo
Hay algunos filósofos que imaginan que somos íntimamente conscientes en todo momento de lo que llamamos nuestro YO; que notamos su existencia y su continuación en la existencia; y que, más allá de la evidencia de cualquier demostración, están seguros tanto de su perfecta identidad como de su simplicidad perfecta. La sensación más fuerte, la pasión más violenta —dicen—, en lugar de distraernos de esta idea, no hacen sino fijarla más intensamente, y nos obligan a considerar su influencia sobre el yo, bien por su dolor, bien por su placer. Intentar demostrar más esto sería debilitar su evidencia, ya que ni se puede derivar una demostración de un hecho del que somos tan íntimamente conscientes, ni hay nada de lo que podamos estar seguros si dudamos de esto.
Desgraciadamente, todas estas rotundas afirmaciones son contrarias a la misma experiencia que se alega en su favor, y no tenemos ninguna idea del yosegún aquí se explica. Porque, ¿de qué impresión podría derivarse esta idea? Es imposible responder a esta cuestión sin contradicción y absurdo manifiestos; y sin embargo es una cuestión a la que hay que dar respuesta necesariamente si queremos que la idea del yo se tenga por clara e inteligible. Ha de ser una impresión lo que ocasione toda idea real. Pero el yo o la persona no es ninguna impresión, sino aquello a lo que nuestras diversas impresiones supuestamente se refieren. Si una impresión cualquiera ocasionase la idea del yo, esa impresión debería permanecer invariable durante todo el transcurso de nuestra vida, ya que se supone que el yo existe de ese modo. Pero no hay ninguna impresión que sea constante e invariable. El dolor y el placer, la pena y la alegría, las pasiones y las sensaciones, se suceden unas a otras, y no existen nunca todas al mismo tiempo. No puede ser de éstas, pues, ni de ninguna otra impresión de donde se derive la idea del yo; en consecuencia, no hay tal idea.
Pero, además, ¿qué pasaría con todas nuestras percepciones concretas, según esta hipótesis? Todas ellas son diferentes, distinguibles y separables unas de otras, y pueden ser consideradas separadamente, y pueden existir separadamente, y no tienen necesidad de nada que las sostenga en la existencia. ¿De qué modo pertenecen al yo entonces, y cómo están conectadas con él? Por mi parte, cuando entro íntimamente en lo que llamo mi yo, siempre tropiezo con una u otra percepción concreta de calor o frío, luz o sombra, amor u odio, dolor o placer. En ningún momento puedo sorprenderme a mí mismo(a mi yo) sin alguna percepción, y nunca puedo observar nada sino la percepción. Cuando mis percepciones desaparecen por algún tiempo, como durante el sueño profundo, en ese tiempo soy insensible de mí mismo(de mi yo), y puede decirse con verdad que no existo. Y si todas mis percepciones desapareciesen con la muerte, y no pudiese ni pensar, ni sentir, ni ver, ni amar, ni odiar después de la desintegración de mi cuerpo, estaría totalmente aniquilado, y no concibo qué más se necesita para convertirme en una perfecta inexistencia. Si después de una reflexión seria y sin prejuicios hay alguien que cree tener una noción diferente de su yo, debo confesar que ya no puedo seguir razonando más con él. Todo lo que puedo concederle es que acaso esté tan en lo cierto como yo, y que somos esencialmente diferentes a este respecto. Quizá él perciba algo simple y continuo a lo que llama su yo, aunque yo estoy seguro de que no hay tal principio en mí.
Pero dejando a un lado a algunos metafísicos de esta clase, puedo atreverme a afirmar del resto de la humanidad que no son sino un haz o colección de distintas percepciones que se suceden unas a otras con inconcebible rapidez y están en perpetuo flujo y movimiento. Nuestros ojos no pueden girar en sus órbitas sin que varíen nuestras percepciones. Nuestro pensamiento es aún más variable que nuestra vista, y todos nuestros sentidos y facultades restantes contribuyen a este cambio; y no hay ni una sola potencia del alma que permanezca inalterablemente idéntica, quizá ni por un momento. La mente es una especie de teatro donde varias percepciones hacen su entrada sucesivamente; pasan, vuelven a pasar, se deslizan y se mezclan en una variedad infinita de disposiciones y situaciones. No hay en ella propiamente ni simplicidaden un momento dado, ni identidad en momentos diferentes, por muy predispuestos que estemos naturalmente a imaginar esa simplicidad y esa identidad. La comparación con el teatro no debe desorientarnos. Son sólo las percepciones sucesivas lo que constituye la mente, y no tenemos la más remota noción del lugar en que se representan estas escenas ni de los materiales de los que está compuesto. [HUME: Tratado sobre la Naturaleza Humana. 1740]
El alma es una parte más de la máquina corporal
[...] Puesto que todas las facultades del alma dependen de la propia organización del cerebro y de todo el cuerpo hasta el punto de que ellas no son más que esta misma organización, ¡ved aquí una máquina bien ilustrada! Pues bien, aunque solamente el hombre hubiese recibido como herencia la ley natural, ¿sería por ello menos máquina? Unas ruedas, algunos resortes más que en los animales más perfectos, el cerebro proporcionalmente más cercano al corazón, y recibiendo también más sangre por la misma razón; en fin, ¿qué sé yo?, causas desconocidas producirían esta conciencia delicada, tan fácil de herir, estos remordimientos que no son extraños a la materia como tampoco lo es el pensamiento, y en una palabra, todas las diferencias que supongamos.
¿Bastaría la organización para [explicar] todo? Sí, una vez más. Puesto que el pensamiento se desarrolla visiblemente con los órganos, ¿por qué la materia de la que están hechos no sería también susceptible de tener remordimientos, una vez que ella ha adquirido con el tiempo la facultad de sentir?
El alma no es, pues, más que una palabra vacía de la que no se tiene idea y de la que una buena inteligencia no debe servirse más que para nombrar la parte que piensa en nosotros. Dado el más pequeño principio de movimiento, los cuerpos animados tendrán todo lo que les hace falta para moverse, sentir, pensar, arrepentirse y conducirse, en una palabra, en lo físico y en lo moral [que depende de lo físico].
No suponemos nada. Los que crean que no han sido superadas todas las dificultades encontrarán experiencias que acabarán de satisfacerles:
1) Todas las carnes de los animales palpitan después de la muerte, tanto más tiempo cuanto más frío sea el animal y menos transpire. Las tortugas, lagartos, serpientes, etc., dan fe de ello.
2) Los músculos separados del cuerpo se contraen cuando se los pincha.
3) Las entrañas conservan largo tiempo su movimiento peristáltico o vermicular.
4) Una simple inyección de agua caliente reanima el corazón y los músculos [...].
5) El corazón de la rana, sobre todo expuesto al sol, y todavía mejor, sobre una mesa o un plato caliente, se mueve durante una hora o más después de haber sido arrancado del cuerpo. ¿El movimiento parece perdido totalmente? No hay más que pinchar el corazón y este músculo late otra vez. Harvey ha hecho la misma observación sobre los sapos.
6) El canciller Bacon, autor de primer orden, habla en su HISTORIA DE LA VIDA Y DE LA MUERTE de un hombre convicto de traición, al que se abrió vivo para arrancarle el corazón y arrojarlo al fuego: este mismo músculo saltó perpendicularmente, primero a la altura de un pie y medio, y después, a medida que perdía fuer- zas, continuaba saltando cada vez a menos altura durante siete u ocho minutos.
7) Coged un pollito todavía en el huevo, arrancadle el corazón, observaréis los mismos fenómenos con poco más o menos las mismas circunstancias. El solo calor del aliento reanima a un animal a punto de perecer en la máquina neumática. [...]
8) La oruga, los gusanos, la araña, la mosca y la angula ofrecen, sin duda, las mismas cosas a considerar, y el movimiento de las partes cortadas aumenta en el agua a causa del fuego que ésta con- tiene.
9) Un soldado borracho se llevó de un golpe de sable la cabeza de un pavo. Este animal continuó de pie, luego caminó, corrió; tropezando con una pared, se volvió, batió las alas al mismo tiempo que continuó corriendo y por fin cayó. Extendido en tierra, todos los músculos de este pavo se agitaron todavía. Yo he visto esto y es fácil ver más o menos estos fenómenos en los gatos y perros pequeños a los que se ha cortado la cabeza.
10) Los pólipos hacen algo más que moverse después de su sección: se reproducen en ocho días en tantos animales como partes hayan sido cortadas. [...]
Hemos presentado muchos más hechos de los que son necesarios para probar de una manera incontestable que cada pequeña fibra, o parte de los cuerpos organizados, se mueve por un principio [que le es] propio y cuya acción no depende de los nervios, como sucede en los movimientos voluntarios, puesto que los movimientos en cuestión se realizan sin que las partes que los manifiestan tengan ninguna relación con la circulación. [...]
¿Es necesario todavía más [...] para probar que el hombre no es más que un animal, o un ensamblaje de resortes, que se encajan los unos con los otros, sin que se pueda decir por qué punto del círculo humano ha comenzado la naturaleza? Si estos resortes difieren entre ellos no es más que por el lugar que ocupan y por algunos grados de fuerza, pero nunca por su naturaleza; y por consiguiente el alma no es más que un principio de movimiento o una parte material sensible del cerebro, que se puede mirar (sin temor a error) como un resorte principal de toda la máquina, que tiene influencia sobre todos los otros, e incluso parece haber sido hecho el primero, de manera que todos los otros no serían más que una emanación. [LA METTRIE: El hombre máquina.1747]
1º. Carácter principal: La ley o subordinación constante de la imaginación a la observación.
Esta larga serie de preámbulos necesarios conduce al fin a nuestra inteligencia, gradualmente emancipada, a su estado definitivo de positividad racional, que se debe caracterizar aquí de un modo más especial que los dos estados preliminares. Como tales ejercicios preparatorios han comprobado espontáneamente la radical vaciedad de las explicaciones vagas y arbitrarias propias de la filosofía inicial, ya teológica, ya metafísica, el espíritu humano renuncia desde ahora a las investigaciones absolutas que no convenían más que a su infancia, y circunscribe sus esfuerzos al dominio, desde entonces rápidamente progresivo, de la verdadera observación, única base posible de los conocimientos accesibles en verdad, adaptados sensatamente a nuestras necesidades reales. La lógica especulativa había consistido hasta entonces en razonar, con más o menos sutileza, según principios confusos que, no ofreciendo prueba alguna suficiente, suscitaban siempre disputas sin salida. Desde ahora reconoce, como regla fundamental, que toda proposición que no puede reducirse estrictamente al mero enunciado de un hecho, particular o general, no puede ofrecer ningún sentido real e inteligible. Los principios mismos que emplea no son ya más que verdaderos hechos, sólo que más generales y más abstractos que aquellos cuyo vínculo deben formar. Por otra parte, cualquiera que sea el modo, racional o experimental, de llegar a su descubrimiento, su eficacia científica resulta exclusivamente de su conformidad, directa o indirecta, con los fenómenos observados. La pura imaginación pierde entonces irrevocablemente su antigua supremacía mental y se subordina necesariamente a la observación, de manera adecuada para constituir un estado lógico plenamente normal, sin dejar de ejercer, sin embargo, en las especulaciones positivas un oficio tan principal como inagotable para crear o perfeccionar los medios de conexión, ya definitiva, ya provisional. En una palabra, la revolución fundamental que caracteriza a la virilidad de nuestra inteligencia consiste esencialmente en sustituir en todo, a la inaccesible determinación de las causas propiamente dichas, la mera investigación de las leyes, es decir, de las relaciones constantes que existen entre los fenómenos observados. Trátese de los efectos mínimos o de los más sublimes, de choque y gravedad como de pensamiento y moralidad, no podemos verdaderamente conocer sino las diversas conexiones naturales aptas para su cumplimiento, sin penetrar nunca en el misterio de su producción.
2º. la naturaleza relativa del espíritu positivo
No sólo nuestras investigaciones positivas deben reducirse esencialmente, en todos los géneros, a la apreciación sistemática de lo que es, renunciando a descubrir su primer origen y su destino final, sino que importa, además, advertir que este estudio de los fenómenos, en lugar de poder llegar a ser, en modo alguno, absoluto, debe permanecer siempre relativo a nuestra organización y a nuestra situación. Reconociendo, en este doble aspecto, la necesaria imperfección de nuestros diversos medios especulativos, se ve que, lejos de poder estudiar completamente ninguna existencia efectiva, no podríamos garantizar de ningún modo la posibilidad de comprobar así, ni siquiera muy superficialmente, todas las existencias reales, cuya mayor parte acaso debe escapar a nosotros por completo [...].
3º. Destino de las leyes positivas: previsión racional.
Desde que la subordinación constante de la imaginación a la observación ha sido reconocida unánimemente como la primera condición fundamental de toda sana especulación científica, una viciosa interpretación ha conducido con frecuencia a abusar mucho de este gran principio lógico para hacer degenerar la ciencia real en una especie de estéril acumulación de hechos incoherentes, que no podrían ofrecer otro mérito esencial que el de la exactitud parcial. [...] En las leyes de los fenómenos es en lo que consiste, realmente, la ciencia, a la cual los hechos propiamente dichos, por exactos y numerosos que puedan ser, nunca procuran otra cosa que materiales indispensables. [...] La verdadera ciencia, lejos de estar formada de meras observaciones, tiende siempre a dispensar, en cuanto es posible, de la exploración directa, sustituyéndola por aquella previsión racional que constituye, por todos aspectos, el principal carácter del espíritu positivo [...].
4º. Extensión universal del dogma fundamental de la invariabilidad de las leyes naturales
[...] En cada orden de fenómenos existen, sin duda, algunos bastan te sencillos y familiares para que su observación espontánea haya sugerido siempre el sentimiento confuso e incoherente de una cierta regularidad secundaria; de manera que el punto de vista puramente teológico no ha podido ser nunca, en rigor, universal. Pero esta convicción parcial y precaria se limita mucho tiempo a los fenómenos menos numerosos y más subalternos, que ni siquiera puede entonces preservar de las frecuentes perturbaciones atribuidas a la intervención preponderante de los agentes sobrenaturales. El principio de la invariabilidad de las leyes naturales no empieza realmente a adquirir alguna consistencia filosófica sino cuando los primeros trabajos verdaderamente científicos han podido manifestar su esencial exactitud frente a un orden entero de grandes fenómenos; lo que no podría resultar suficientemente más que de la fundación de la astronomía matemática [...]. [COMTE: Discurso sobre el espíritu positivo. 1844]
1. Dos son las definiciones de la psicología que predominan en la historia de esta ciencia. Según una de ellas, la psicología es la «ciencia del alma», siendo considerados los procesos psíquicos como fenómenos de los cuales se debe concluir la existencia de una substancia metafísica: el alma. Según la otra definición, la psicología es «la ciencia de la experiencia interna», y por eso los procesos psíquicos forman parte de un orden especial de experiencia, el cual sin duda se distingue en que sus objetos pertenecen a la instrocpeccion, como también se dice, en contraposición al conocimiento que se obtiene mediante los sentidos externos, pertenecen al sentido interno.
Ni una ni otra definición responden al actual estado de la ciencia. La primera, la metafísica, corresponde a un estado que en la psicología ha durado bastante más que en los otros campos del saber. Pero también la psicología lo ha, finalmente, traspasado desde que se ha desarrollado en una disciplina empírica que trabaja con métodos propios, y desde que se ha reconocido que las ciencias del espírituconstituyen un gran campo científico en contraposición a las ciencias de la naturaleza, el cual requiere, como su base general, una psicología autónoma e independiente de toda teoría metafísica.
La segunda definición, la empírica, que ve en la psicología una «ciencia de la experiencia interna», es insuficiente, porque puede dar lugar a que se suponga falsamente que la psicología tiene que ocuparse de objetos distintos en general de los de la llamada experiencia externa.
Ahora bien, ciertamente se dan contenidos de la experiencia que sólo caen bajo la investigación psicológica, por lo que no tienen equivalentes en los objetos y procesos de aquella experiencia de que trata la ciencia de la naturaleza; tales son nuestros sentimientos, las emociones, las resoluciones de la voluntad. Por otra parte, no existe ningún fenómeno especial natural que, desde un diverso punto de vista, no pueda también ser objeto de la investigación psicológica. Una piedra, una planta, un sonido, un rayo de luz son, en cuanto fenómenos naturales, objetos de la mineralogía, de la botánica, de la física, etc. Pero en cuanto estos fenómenos naturales despiertan en nosotros representacionesson asimismo objetos de la psicología, la cual procura dar, de este modo, razón de la formación de estas representaciones y de su relación con otras representaciones, así como de los procesos que no se refieren a objetos externos, esto es, de los sentimientos y de los movimientos de la voluntad. No existe, en modo alguno, un «sentido interno» que, como órgano del conocimiento psíquico, pueda contraponerse a los sentidos externos como órganos del conocimiento de la naturaleza. Con la ayuda de los sentidos externos surgen tanto las representaciones, cuyas propiedades procura indagar la psicología, como aquéllas de que parte el estudio de la naturaleza. Las excitaciones subjetivas que permanecen extrañas al conocimiento natural de las cosas, esto es, los sentimientos, las emociones y los actos volitivos, no se nos dan mediante órganos perceptivos [ WUNDT: de Compendio de psicología, 1896]
Para remediar estos defectos, el experimento debe sustituir a la observación y a la recogida de anécdotas. Así se eliminan inmediatamente varios de ellos. Se pueden repetir las condiciones a voluntad para ver si el comportamiento del animal sólo se debe a una coincidencia. Se puede someter a varios animales a la misma prueba para obtener resultados típicos. Se puede poner al animal en situaciones que hagan especialmente instructiva su conducta. Después de considerables observaciones preliminares de la conducta de los animales en condiciones diversas, elegí como método general uno que, aunque sencillo, posee varias ventajas notables, además de las propias de cualquier experimento. Consistía simplemente en poner a los animales cuando tenían hambre en recintos cerrados de los que podían escapar mediante algún acto sencillo como tirar del lazo de una cuerda, apretar una palanca o subirse a una plataforma. [...]. Se ponía al animal en este recinto; fuera, pero a la vista, se le dejaba la comida; y se observaban sus acciones. Además de registrar su comportamiento general, se anotaba especialmente cómo lograba realizar el acto necesario para salir (en caso de que lo lograse) y se registraba el tiempo que permanecía en la caja antes de realizar el tirón, arañazo o mordisco precisos. Este procedimiento se repetía hasta que el animal hubiese formado una asociación perfecta entre la impresión sensorial del interior de la caja y el impulso conducente al movimiento acertado. Cuando la asociación era perfecta, el tiempo que tardaba en escapar, como es natural, era prácticamente constante y muy corto. [THORNDIKE: La inteligencia animal: un estudio experimental de los procesos asociativos en animales. 1923]
2) Por encima de esta psicología de la estructura hay, sin embargo, una psicología funcional. Podemos considerar la mente como un complejo de procesos, configurados y moldeados por las condiciones del organismo físico. O podemos considerarla como el nombre colectivo de un sistema de funciones del organismo psicofísico. Estos dos puntos de vista se confunden no pocas veces. La frase «asociación de ideas», por ejemplo, puede referirse al complejo estructural (el grupo de sensaciones asociadas) o al proceso funcional de reconocimiento y recuerdo (la asociación de una formación con otra). En el primer sentido se trata de material morfológico; en el segundo pertenece a lo que llamaré (confío en que no se interprete mal la expresión) psicología fisiológica.
Del mismo modo en que la psicología experimental se ocupa en buena medida de los problemas estructurales, la psicología «descriptiva» antigua y moderna se ocupa principalmente de los problemas funcionales. En las discusiones de la psicología descriptiva, la memoria, el reconocimiento, la imaginación, el concepto, el juicio, la atención, la apercepción, la volición y un ejército de substantivos verbales de denotación más o menos amplia, connotan funciones del organismo en su totalidad. Que sus procesos subyacentes sean de carácter psíquico es, por decirlo así, accidental; en la práctica están al mismo nivel que la digestión y la locomoción, la secreción y la excreción. El organismo recuerda, quiere, juzga, reconoce, etc., y es asistido en su lucha vital por el recuerdo y la voluntad. Estas funciones, sin embargo, se incluyen con razón en la ciencia de la mente en la medida en que constituyen, en suma, la acción mental del individuo humano. No son funciones del cuerpo, sino funciones del organismo, y pueden (mejor dicho, tienen que) ser examinadas con los métodos y los principios reguladores de una «fisiología» de la mente. La adopción de estos métodos no prejuzga en absoluto el problema extrapsicológico último de la función de la mente en general en el universo de las cosas. Que la conciencia tenga realmente valor para la supervivencia, como supone James, o que sea un mero epifenómeno, como enseña Ribot, es aquí una cuestión completamente irrelevante. [...]. [TITCHENER: The postulates of a structural psychology. 1898]
Si ahora juntamos las distintas concepciones consideradas anteriormente será fácil presentarlas convergiendo hacia un punto común. Debemos considerar al funcionalismo 1) como la psicología de las operaciones mentales, en contraposición a la psicología de los elementos mentales: o, dicho de otro modo, la psicología del cómo y del porqué de la conciencia. 2) Tenemos que el funcionalismo trata el problema de la mente concibiéndola como ocupada primariamente en la tarea de mediar entre el ambiente y las necesidades del organismo. Esta es la psicología de las utilidades fundamentales de la conciencia; y, por último, 3) hemos descrito al funcionalismo como psicología psicofísica, esto es, una psicología que constantemente reconoce y urge la importancia esencial de la relación mente-cuerpo para toda apreciación justa y global de la vida mental. [ANGELL: La provincia de la psicología funcionalista. 1906.]
2. La psicología tal como la ve el conductista es una rama puramente objetiva y experimental de la ciencia natural que necesita tan poco de la introspección como las ciencias físicas y químicas. Está demostrado que se puede investigar la conducta de los animales sin recurrir a la conciencia. Hasta ahora el punto de vista dominante era el de que estos datos sólo tenían valor en la medida en que pudieran interpretarse, por analogía, en términos de conciencia. Aquí adoptamos la postura de que la conducta del hombre y la conducta de los animales deben considerarse en el mismo plano; las dos son igualmente esenciales para comprender la conducta en general. Puede prescindirse de la conciencia en sentido psicológico. Según esto, la observación específica de los «estados de conciencia» no es parte de la tarea del psicólogo, como tampoco lo es de la del físico. Podríamos decir que se trata de volver al uso no reflejo e ingenuo de la conciencia. En este sentido, puede decirse que la conciencia es el instrumento o herramienta con que trabajan todos los científicos. La adecuación con que los científicos empleen esa herramienta es un problema de la filosofía, no de la psicología. [WATSON:Psychology as the Behaviorist Views it, en «Psychological Review», 20.1930.]
“Nuestro primer experimento con Alberto tenía por objeto condicionar la respuesta de miedo a una rata blanca. Mediante pruebas repetidas comprobamos, en primer término, que sólo los ruidos fuertes y la remoción de la base de apoyo provocarían dicha respuesta en este niño. Cualquier cosa dentro de un diámetro de doce pulgadas alrededor suyo, era objeto de una manifestación de alcanzar y manipular. Sin embargo, la reacción a un sonido estrepitoso era característica en la mayoría de los niños. El sonido emitido por una barra de acero de aproximadamente una pulgada de diámetro y tres pies de longitud, golpeada con un martillo de carpintero, suscitaba un tipo muy marcado de reacción.
A continuación, transcribimos nuestros apuntes de laboratorio que indican el progresivo establecimiento de una respuesta emocional condicionada:
Edad: once meses y tres días:
1) De improviso se saca de una canasta (procedimiento usual) una rata blanca —con la cual el niño había jugado durante semanas—, la cual le es presentada. Alberto empezó por extender la mano izquierda para alcanzarla. En el preciso instante en que su mano tocó al animal, detrás suyo se golpeó bruscamente la barra. El niño saltó violentamente y cayó hacia delante, escondiendo la cara en el colchón. Sin embargo, no lloró.
2) Volvióse a golpear la barra cuando el niño tocó la rata con su mano derecha. De nuevo el niño saltó violentamente, cayó hacia delante y empezó a llorar.
A causa del estado perturbado de Alberto, suspendimos las pruebas una semana.
Edad: once meses y diez días:
1) De improviso se le presenta la rata sin ruidos. Se observó que la criatura la miraba fijamente, si bien al principio no manifestó ninguna tentativa de alcanzarla. Entonces el animal se acercó; ello suscitó un conato de alcanzarla, la retiró de inmediato. Empezó a mover la mano para tocar la cabeza del animal con que el contacto se estableciera. Resulta evidente, pues, que las dos estimulaciones que la semana anterior se suministró asociadas, fueron efectivas. Enseguida se le sometió a un test con cubos, a fin de ver si éstos habían sido involucrados en el proceso de condicionamiento. Los agarró de inmediato dejándolos caer, golpeándolos uno con otro, etc. En los tests restantes a menudo se le dieron los cubos para calmarlo y probar su estado emocional general. Cuando se iniciaba el proceso de condicionamiento se los apartaba siempre de su vista.
2) Estimulación combinada de la rata y el sonido: se sobresaltó, y luego se tumbó enseguida a la derecha. No lloró.
3) Estimulación combinada: se tumbó a la derecha y se quedó sobre las manos, con la cabeza en la dirección contraria a la de la rata. No lloró.
4) Estimulación combinada: igual reacción.
5) Presentación súbita de la rata sola: frunció la cara, lloró y apartó rápidamente el cuerpo a la izquierda.
6) Estimulación combinada: se tumbó de inmediato del lado derecho y empezó a llorar.
7) Estimulación combinada: se sobresaltó violentamente y lloró, pero no se tumbó.
8) Rata sola: en el mismo momento en que se le enseñó la rata comenzó a llorar. Casi en seguida se volvió vivamente a la izquierda, se levantó sobre las cuatro extremidades y empezó a alejarse gateando con tanta rapidez que costó detenerlo antes que alcanzara el borde del colchón.
Esta prueba del origen condicionado de la respuesta de miedo sitúa nuestro estudio de la conducta emocional sobre una base científiconatural. Es una gallina de huevos de oro mucho más productiva que la estéril fórmula de James. Proporciona un principio explicativo que dará cuenta de la enorme complejidad de la conducta emocional adulta. Ya no necesitamos recurrir a la herencia para esclarecer la conducta. [WATSON: El conductismo. 1930]
El mono responde ante la situación, no como ante un mosaico de pedazos independientes, sino como ante una estructura [Gestalt], siendo el efecto del aprendizaje relativo a esta estructura, no a los colores como entidades aisladas.
Se trata, pues, de una verificación completa de nuestro punto de vista. Pero cabe aclarar todavía más el sentido del experimento con un animal de muy poca inteligencia, si es que tiene alguna. Porque habrá quien nos diga que esto sólo prueba la inteligencia grande de un chimpancé, que por un acto de la misma advierte la relación abstracta entre colores. Veámoslo. Como un animal de una estupidez increíble, pero muy adecuado para los experimentos, se nos recomienda la buena gallina. Con ella hemos repetido el experimento, y el resultado ha sido exactamente como en el mono. Aquí no cabe hablar de inteligencia. Mucho menos aún de una comprensión de relaciones abstractas. Se trata, por tanto, de un carácter fenoménico primitivo de los dos grises que ya en la gallina forman unpar, un contraste en el cual se determina el papel que representa cada matiz. Este experimento se ha realizado en forma decisiva, en Tenerife, con niños, con monos y con gallinas. Lo mismo se ha repetido en los Estados Unidos, en Alemania y en Holanda, con resultado idéntico. [KÖHLER, W., El problema de psicología de la forma]
La verdad oculta tras de todo esto, que negaríamos de buen grado, es la de que el hombre no es una criatura tierna y necesitada de amor, que sólo osaría defenderse si se le atacara, sino, por el contrario, un ser entre cuyas disposiciones instintivas también debe incluirse una buena porción de agresividad. Por consiguiente, el prójimo no le representa únicamente un posible colaborador y objeto sexual, sino también un motivo de tentación para satisfacer en él su agresividad, para explotar su capacidad de trabajo sin retribuirla, para aprovecharlo sexualmente sin su consentimiento, para apoderarse de sus bienes, para humillarlo, para ocasionarle sufrimientos, martirizarlo y matarlo. Homo homini lupus: ¿Quién se atrevería a refutar este refrán, después de todas las experiencias de la vida y de la Historia? [...]
La existencia de tales tendencias agresivas, que podemos percibir en nosotros mismos y cuya existencia suponemos con toda razón en el prójimo, es el factor que perturba nuestra relación con los semejantes, imponiendo a la cultura tal despliegue de preceptos. Debido a esta primordial hostilidad entre los hombres, la sociedad civilizada se ve constantemente al borde al borde de la desintegración. [...] La cultura se ve obligada a realizar múltiples esfuerzos para poner barreras a las tendencias agresivas del hombre, para dominar sus manifestaciones mediante formaciones reactivas psíquicas. De ahí, pues, ese despliegue de métodos destinados a que los hombres se identifiquen y entablen vínculos amorosos, coartados en su fin; de ahí las restricciones de la vida sexual, y de ahí también el precepto ideal de amar al prójimo como a sí mismo [...]. Sin embargo, todos los esfuerzos de la cultura destinados a imponerlo aún no han logrado gran cosa. Aquélla espera poder evitar los peores despliegues de la fuerza bruta concediéndose a sí misma, el derecho de ejercer a su vez la fuerza frente a los delincuentes; pero la ley no alcanza las manifestaciones más discretas y sutiles de la agresividad humana. En un momento determinado, todos llegamos a abandonar, como ilusiones, cuantas esperanzas juveniles habíamos puesto en el prójimo; todos sufrimos la experiencia de comprobar cómo la maldad de éste nos amarga y dificulta la vida. Sin embargo, sería injusto reprochar a la cultura el que pretenda excluir la lucha y la competencia de las actividades humanas. Esos factores seguramente son imprescindibles; pero la rivalidad no significa necesariamente hostilidad: sólo se abusa de ella para justificar ésta.
Los comunistas creen haber descubierto el camino para la redención del mal. Según ellos, el hombre sería bueno de todo corazón, abrigaría las mejores intenciones para con el prójimo, pero la institución de la propiedad privada habría corrompido su naturaleza. [...] El instinto agresivo no es una consecuencia de la propiedad, sino que regía casi sin restricciones en épocas primitivas, cuando la propiedad aún era bien poca cosa; ya se manifiesta en el niño, apenas la propiedad ha perdido su primitiva forma anal; constituye el sedimento de todos los vínculos cariñosos y amorosos entre los hombres, quizá con la única excepción del amor que la madre siente por su hijo varón. Si se eliminara el derecho personal a poseer bienes materiales, aún subsistirían los privilegios derivados de las relaciones sexuales, que necesariamente deben convertirse en fuente de la más intensa envidia y de la más violenta hostilidad entre los seres humanos, equiparados en todo lo restante. Si también se aboliera este privilegio, decretando la completa libertad de la vida sexual, suprimiendo, pues, la familia, célula germinal de la cultura, entonces, es verdad, sería imposible predecir qué nuevos caminos seguiría la evolución de ésta; pero cualesquiera que ellos fueren, podemos captar que las inagotables tendencias intrínsecas de la naturaleza humana tampoco dejarían de seguirlos.
Evidentemente, al hombre no le resulta fácil renunciar a la satisfacción de estas tendencias agresivas suyas; no se siente nada a gusto sin esa satisfacción. Por otra parte, un núcleo cultural más restringido ofrece la muy apreciable ventaja de permitir la satisfacción de este instinto mediante la hostilidad frente a los seres que han quedado excluidos de aquél. Siempre se podrá vincular amorosamente entre sí a mayor número de hombres, con la condición de que sobren otros en quienes descargar los golpes. En cierta ocasión me ocupé en el fenómeno de que las comunidades vecinas, y aún emparentadas, son precisamente las que más se combaten y desdeñan entre sí, como, por ejemplo, españoles y portugueses, alemanes del norte y del Sur, ingleses y escoceses, etc. Denominé a este fenómeno narcisismo de las pequeñas diferencias, aunque tal término escasamente contribuye a explicarlo. Podemos considerarlo como un medio para satisfacer, cómoda y más o menos inofensivamente, las tendencias agresivas, facilitándose así la cohesión entre los miembros de la comunidad. [...]
Si la cultura impone tan pesados sacrificios, no sólo a la sexualidad, sino también a las tendencias agresivas, comprenderemos mejor por qué al hombre le resulta tan difícil alcanzar en ella su felicidad. En efecto, el hombre primitivo estaba menos agobiado en este sentido, pues no conocía restricción alguna de sus instintos. En cambio, eran muy esca sas sus perspectivas de poder gozar largo tiempo de tal felicidad. El hombre civilizado ha trocado una parte de posible felicidad por una parte de seguridad.
Si con toda justificación reprochamos al actual estado de nuestra cultura cuán insuficientemente realiza nuestra pretensión de un sistema de vida que nos haga felices; si le echamos en cara la magnitud de
los sufrimientos, quizá evitables, a que nos expone; si tratamos de desenmascarar con implacable crítica las raíces de su imperfección, seguramente ejerceremos nuestro legítimo derecho, y no por ello demostramos ser enemigos de la cultura. Cabe esperar que poco a poco lograremos imponer a nuestra cultura modificaciones que satisfagan mejor nuestras necesidades y que escapen a aquellas críticas. Pero quizá convenga que nos familiaricemos también con la idea de que existen dificultades inherentes a la esencia misma de la cultura e inaccesibles a cualquier intento de reforma. Además de la necesaria limitación instintual que ya estamos dispuestos a aceptar, nos amenaza el peligro de un estado que podríamos denominar «miseria psicológica de las masas». Este peligro es más inminente cuando las fuerzas sociales de cohesión consisten primordialmente en identificaciones mutuas entre los individuos de un grupo, mientras que los personajes dirigentes no asumen el papel importante que deberían desempeñar en la formación de la masa. La presente situación cultural de los Estados Unidos ofrecería una buena oportunidad para estudiar este temible peligro que amenaza a la cultura; pero rehúyo la tentación de abordar la crítica de la cultura norteamericana, pues no quiero despertar la impresión de que pretendo aplicar, a mi vez, métodos americanos. [FREUD: El malestar en la cultura. 1930]
El aparato psíquico [1940]
El psicoanálisis parte de un supuesto básico cuya discusión concierne al pensamiento filosófico, pero cuya justificación radica en sus propios resultados. De lo que hemos dado en llamar nuestro psiquismo o vida mental son dos las cosas que conocemos: por un lado, su órgano somático y teatro de acción, el encéfalo o sistema nervioso; por el otro, nuestros actos de conciencia, que se nos dan en forma inmediata y cuya intuición no podría tornarse más directa mediante ninguna descripción. Ignoramos cuanto existe entre estos dos términos finales de nuestro conocimiento; no se da entre ellos ninguna relación directa. Si la hubiera, nos proporcionaría a lo sumo una localización exacta de los procesos de conciencia, sin contribuir en lo [más] mínimo a su mayor comprensión.
Nuestras dos hipótesis arrancan de estos términos o principios de nuestro conocimiento. La primera de ellas concierne a la localización: presumimos que la vida psíquica es la función de un aparato al cual suponemos espacialmente extenso y compuesto de varias partes, o sea que lo imaginamos a semejanza de un telescopio, de un microscopio o algo parecido. La consecuente elaboración de semejante concepción representa una novedad científica, aunque ya se hayan efectuado determinados intentos en este sentido.
Las nociones que tenemos de este aparato psíquico las hemos adquirido estudiando el desarrollo individual del ser humano. A la más antigua de esas provincias o instancias psíquicas la llamamos ello; tiene por contenido todo lo heredado, lo innato, lo constitucionalmente establecido; es decir, sobre todo, los instintos originados en la organización somática, que alcanzan en el ellouna primera expresión psíquica, cuyas formas aún desconocemos.
Bajo la influencia del mundo exterior real que nos rodea, una parte del elloha experimentado una transformación particular. De lo que era originalmente una capa cortical dotada de órganos receptores de estímulos y de dispositivos para la protección contra las estimulaciones excesivas, desarrollóse paulatinamente una organización especial que desde entonces oficia de mediadora entre el elloy el mundo exterior. A este sector de nuestra vida psíquica le damos el nombre de yo.
Características principales del yo.
En virtud de la relación preestablecida entre la percepción sensorial y la actividad muscular, el yogobierna la motilidad voluntaria. Su tarea consiste en la autoobservación, y la realiza en doble sentido. Frente al mundo exteriorse percata de los estímulos, acumula (en la memoria) experiencias sobre los mismos, elude (por la fuga) los que son demasiado intensos, enfrenta (por adaptación) los estímulos moderados y, por fin, aprende a modificar el mundo exterior, adecuándolo a su propia conveniencia (actividad). Hacia el interior, frente al ello, conquista el dominio sobre a las exigencias de los instintos, decide si han de tener acceso a la satisfacción, aplazándola hasta las oportunidades y circunstancias más favorables del mundo exterior, o bien suprimiendo totalmente las excitaciones instintivas. En esta actividad el yoes gobernado por la consideración de las tensiones excitativas que ya se encuentran en él o que va recibiendo. Su aumento se hace sentir por lo general como displacer, y su disminución, como placer. [...] El yopersigue el placer y trata de evitar el displacer. Responde con una señal de angustiaa todo aumento esperado y previsto del displacer, calificándose de peligroel motivo de dicho aumento, ya amenace desde el exterior o desde el interior. Periódicamente el yoabandona su conexión con el mundo exterior y se retrae al estado del dormir, modificando profundamente su organización. De este estado de reposo se desprende que dicha organización consiste en una distribución particular de la energía psíquica.
Como sedimento del largo período infantil durante el cual el ser humano en formación vive en dependencia de sus padres, fórmase en el youna instancia especial que perpetúa esa influencia parental, y a la que se ha dado el nombre de super-yo. En la medida en que se diferencia del yoo se le opone, este super-yoconstituye una tercera potencia que el yoha de tomar en cuenta.
Una acción del yoes correcta si satisface al mismo tiempo las exigencias del yo, del super-yoy de la realidad; es decir, si logra conciliar mutuamente sus demandas respectivas. Los detalles de la relación entre el yoy el super-yose tornan perfectamente inteligibles, reduciéndolos a la actitud del niño frente a sus padres. Naturalmente, en la influencia parental no sólo actúa la índole personal de aquéllos, sino también el efecto de las tradiciones familiares, raciales y populares que ellos perpetúan, así como las demandas del respectivo medio social que representan. De idéntica manera, en el curso de la evolución individual el super-yoincorpora aportes de sustitutos y sucesores ulteriores de los padres, como los educadores, los personajes ejemplares, los ideales venerados en la sociedad. Se advierte que, a pesar de todas sus diferencias fundamentales, el elloy el super-yotienen una cosa en común: ambos representan las influencias del pasado: el ello, las heredadas; el super-yo, esencialmente las recibidas de los demás, mientras que el yoes determinado principalmente por las vivencias propias del individuo; es decir, por lo actual y accidental. [...]
Toda ciencia reposa en observaciones y experiencias alcanzadas por medio de nuestro aparato psíquico [...].
En el curso de esta labor se nos imponen las diferenciaciones que calificamos como cualidades psíquicas. No es necesario caracterizar lo que llamamos consciente, pues coincide con la conciencia de los filósofos y del habla cotidiana. Para nosotros todo lo psíquico restante constituye lo inconsciente. [...] Todo lo inconsciente [...] que puede trocar fácilmente su estado inconsciente por el consciente, convendrá calificarlo [...] como «susceptible de conciencia» o preconsciente. [...].
Por tanto, hemos atribuido tres cualidades a los procesos psíquicos: éstos pueden ser conscientes, preconscientes e inconscientes. La división entre las tres clases de contenidos que llevan estas cualidades no es absoluta ni permanente. [...] Lo preconsciente se torna consciente sin nuestra intervención, y lo inconsciente puede volverse consciente mediante nuestros esfuerzos, que a menudo nos permiten advertir la oposición de fuertes resistencias. [...] Lo que en el tratamiento analítico por ejemplo, es resultado de nuestro esfuerzo, también puede ocurrir espontáneamente: un contenido generalmente inconsciente se transforma en preconsciente y llega luego a la conciencia, como ocurre profusamente en los estados psicóticos. Deducimos de ello que el mantenimiento de ciertas resistencias internas es una condición ineludible de la normalidad. En el estado del dormir prodúcese regularmente tal disminución de las resistencias, con la consiguiente irrupción de contenidos inconscientes, quedando establecidas así las condiciones para la formación de los sueños. Inversamente, contenidos preconscientes pueden sustraerse por un tiempo a nuestro alcance, quedando bloqueados por resistencias, como es el caso de los olvidos fugaces, o bien un contenido preconsciente puede volver transitoriamente al estado inconsciente [...].
Presentada con este carácter general y simplificado la doctrina de las tres cualidades de lo psíquico, parece ser más bien una fuente de insuperable confusión que un aporte al esclarecimiento [...]. Es de presumir, sin embargo, que aún podremos profundizar esta doctrina si perseguimos las relaciones entre las cualidades psíquicas y las provincias o instancias del aparato psíquico que hemos postulado; pero también estas relaciones están lejos de ser simples.
La conciencia se halla vinculada, ante todo, a las percepciones que nuestros órganos sensoriales reciben del mundo exterior. Por consiguiente, para la condición topográfica es un fenómeno que ocurre en la capa cortical más periférica del yo. [...]
Procesos conscientes en la periferia del yo; todos los demás, en el yo, inconscientes: he aquí la situación más simple que podríamos concebir. Bien puede ser valedera en los animales, pero en el hombre se agrega una complicación por la cual también los procesos internos del yopueden adquirir la cualidad de conciencia. Esta complicación es obra de la función del lenguaje. [...]
El interior del yo, que comprende ante todo los procesos cogitativos e intelectivos, tiene la cualidad de preconsciente. Ésta es característica y privativa del yo[...]. El estado preconsciente, caracterizado de una parte por su accesibilidad a la conciencia, y de otra por su vinculación con los restos verbales, es, sin embargo, algo particular, cuya índole no queda agotada por esas dos características. Prueba de ello es que grandes partes del yo—y, ante todo, del super-yo, al que no se puede negar el carácter de preconsciente—, por lo general permanecen inconscientes en sentido fenomenológico. [...]
Lo inconsciente es la única cualidad dominante en el ello. El elloy lo inconsciente se hallan tan íntimamente ligados como el yoy lo preconsciente, al punto que esa relación es aún más exclusiva en aquel caso. Un repaso de la historia evolutiva del individuo y de su aparato psíquico nos permite comprobar una importante distinción en el ello. Originalmente, desde luego, todo era ello; el yose desarrolló del ello por la incesante influencia del mundo exterior. Durante esta lenta evolución, ciertos contenidos del ellopasaron al estado preconsciente y se incorporaron así al yo; otros permanecieron intactos en el ello, formando su núcleo, difícilmente accesible. Mas durante este desarrollo el joven y débil yovolvió a desplazar al estado inconsciente ciertos contenidos ya incorporados, abandonándolos, y se condujo de igual manera frente a muchas impresiones nuevas que podría haber incorporado, de modo que éstas rechazadas, sólo pudieron dejar huellas en el ello. Teniendo en cuenta su origen, denominaremos lo reprimidoa esta parte del ello. Poco importa que no siempre podamos discernir claramente entre ambas categorías de contenidos éllicos, que corresponden aproximadamente a la división entre el acervo innato y lo adquirido durante el desarrollo del yo.
Si aceptamos la división topográfica del aparato psíquico en un yoy un ello, con la que corre paralela la diferenciación de las cualidades preconsciente e inconsciente; si, por otra parte, sólo consideramos estas cualidades como signosde la diferencia, pero no como la misma esencia de éstas, ¿en qué reside entonces la verdadera índole del estado que se revela en el ellopor la cualidad de lo inconsciente, y en el yopor la de lo preconsciente? ¿En qué consiste la diferencia entre ambos?
Pues bien: nada sabemos de esto [...]. Nos hemos aproximado aquí al verdadero y aún oculto enigma de lo psíquico [...].
Tras todas estas incertidumbres asoma, empero, un nuevo hecho cuyo descubrimiento debemos a la investigación psicoanalítica. Hemos aprendido que los procesos del inconsciente o del elloobedecen a leyes distintas de las que rigen los procesos en el yopreconsciente. En su conjunto, denominamos a estas leyes proceso primario, en contradicción con el proceso secundario, que regula el suceder del preconsciente, del yo. Así pues, el estudio de las cualidades psíquicas no ha resultado, a la postre, estéril. [FREUD: Esquema del psicoanálisis.1940]
El juego de la imitación
Propongo que consideremos la siguiente pregunta: «¿Pueden pensar las máquinas?». Para empezar, definamos el significado de los términos «máquina» y «pensar»; pero es una actitud peligrosa. Si hemos de llegar al significado de las palabras «máquina» y «pensar» a través de su utilización corriente, difícilmente escaparíamos a la conclusión de que hay que buscar el significado y la respuesta de la pregunta «¿Pueden pensar las máquinas?» mediante una encuesta tipo Gallup. Pero es absurdo. En lugar de intentar tal definición, sustituiremos la pregunta por otra estrechamente relacionada con ella y que se expresa con palabras relativamente inequívocas.
El problema en su nuevo planteamiento puede expresarse en términos de un juego que denominaremos «juego de imitación». Intervienen en él tres personas: un hombre (A), una mujer (B) y un preguntador (C), indistintamente de uno u otro sexo. El preguntador se sitúa en una habitación aparte y, para él, el juego consiste en determinar quién de los otros dos es el hombre y quién la mujer [...].
[...] El objetivo de A en el juego es lograr que C efectúe una identificación errónea [...].
Para que el preguntador no se guíe por el timbre de voz, las respuestas deben ir por escrito o, mejor aún, mecanografiadas. Lo ideal es disponer de un impresor telegráfico que comunique las dos habitaciones.
[...] El objeto del juego para el tercer jugador (B) es ayudar al preguntador. La mejor estrategia para la jugadora es probablemente res «¡Soy la mujer, no le haga caso!»; pero de nada sirve, ya que el hombre puede hacer observaciones similares.
Ahora planteemos la pregunta: «¿Qué sucede cuando una máquina sustituye a A en el juego?». ¿Se pronunciará el preguntador en este caso tan erróneamente como lo hace cuando en el juego participan un hombre y una mujer? Estas preguntas sustituyen a la original: «¿Pueden pensar las máquinas?».
[...]
[...] El nuevo problema presenta la ventaja de que traza una línea definida entre las aptitudes físicas e intelectuales de una persona [...]. El modo en que hemos planteado el problema refleja el obstáculo que impide al preguntador ver o tocar a los otros concursantes, oír su voz [...].
El método de preguntas y respuestas parece adecuado para introducir casi todos los campos de actividad humana que queramos. No vamos a sancionar a la máquina por su incapacidad para destacar en concursos de belleza, del mismo modo que no castigamos a una persona por perder una carrera en una competición aérea. Las condiciones del juego hacen irrelevantes esas torpezas [...].
El juego quizá provoque críticas porque la máquina tiene demasiados factores en contra. Si una persona lo intentara haciéndose pasar por la máquina, sin duda haría un papel deplorable. Quedaría rápidamente eliminada por lentitud e inexactitud aritmética. ¿No harán las máquinas algo que permita la definición de pensamiento, pero que es muy distinto a lo que hace una persona? Se trata de una objeción de peso, pero cuando menos podemos decir que, dado que es posible construir una máquina que realice satisfactoriamente el juego de imitación, la objeción no viene al caso.
[...]
[...] (N)o se trata de plantearse si todas las computadoras digitales actuarán bien en el juego, ni de si las actuales computadoras actuarán bien, sino de si existen computadoras imaginables que actúen bien. [TURING: Maquinaria computadora e inteligencia.1950]
«La conducta no es una de estas materias a las que es posible acceder solamente con la intervención de un instrumento como el telescopio o el microscopio. Todos conocemos miles de hechos acerca de la conducta. Realmente no existe ningún tema con el que estemos más familiarizados, puesto que siempre estamos en presencia de, al menos, un organismo actuante. Pero esa familiaridad es en cierto modo una desventaja, ya que significa que probablemente hemos llegado a conclusiones que no serán corroboradas por los prudentes métodos de la ciencia. Aunque hayamos observado la conducta durante muchos años, no podemos necesariamente, sin ayuda, expresar uniformidades útiles o relaciones válidas. Podemos mostrar una considerable habilidad para elaborar conjeturas plausibles acerca de lo que nuestros amigos y conocidos harán en determinadas circunstancias o lo que haríamos nosotros mismos. Podemos hacer generalizaciones admisibles acerca de la conducta de la gente en general, pero muy pocas de ellas resistirán un análisis riguroso. Generalmente, existe una gran dosis de ignorancia en nuestros primeros contactos con una ciencia de la conducta». [SKINNER: Ciencia y conducta humana. 1953]
«Deberíamos seguir el camino que nos trazan la física y la biología. Deberíamos prestar atención directamente a la relación existente entre la conducta y su ambiente, olvidando supuestos estados mentales intermedios. […] Dos facetas, articularmente, del hombre autónomo causan problemas. Desde el punto de vista tradicional, la persona es libre. Es, por tanto, autónoma en el sentido de que su conducta no tiene causas. Por consiguiente, es responsable de lo que hace y será justamente castigada cuando lo merezca. Esta opinión, así como las consecuencias prácticas a ella inherentes, debe ser reexaminada cuando un análisis científico revela relaciones de control insospechadas entre la conducta y el ambiente. […] Al poner en duda el control ejercido por el hombre autónomo, y al demostrar el control ejercido por el ambiente, la ciencia de la conducta parece, por ello mismo, poner en duda la dignidad. Una persona es responsable de su conducta no solo en el sentido de ser susceptible de amonestación o castigo cuando se comporta mal, sino también en el de reconocerle mérito y admirarle por sus logros positivos.
Hay una tercera fuente de problemática en este terreno, y es que, conforme el énfasis queda transferido al ambiente, el individuo parece expuesto a una nueva clase de peligro. ¿Quién habrá de construir ese ambiente que determina la conducta humana? ¿Con qué finalidad se construirá? […]
La mayoría de nuestros problemas más importantes implican conducta humana, y no se pueden resolver recurriendo solamente a la tecnología física o biológica. Lo que necesitamos es una tecnología de la conducta, pero hemos tardado mucho en desarrollar la ciencia de la que poder deducir este tipo de tecnología. Una dificultad evidente estriba en el hecho de que casi todo cuanto es denominado ciencia de la conducta continúa aun ahora relacionando la conducta con estados mentales, sentimientos, peculiaridades del carácter, naturaleza humana, etc. La física y la biología siguieron durante un tiempo prácticas muy parecidas, y avanzaron solamente cuando se liberaron de semejante rémora. Las ciencias de la conducta han tardado mucho en cambiar, en parte por causa de entidades explicativas que a menudo parecían ser observadas directamente, y también en parte porque no se encontraba fácilmente otra clase de explicaciones.
El ambiente, obviamente, es importante, pero su función no ha estado clara. No empuja o absorbe, sino que selecciona. Y resulta difícil descubrir y analizar esta función selectiva. El papel de la selección natural en la evolución fue formulado por primera vez no hace mucho más de cien años. Y la función selectiva del medio ambiente en la modelación y mantenimiento de la conducta del individuo solo ahora comienza a ser reconocida y estudiada.
Conforme se ha llegado a conocer la interacción entre organismo y ambiente, por tanto, los efectos que hasta este momento se achacaban a estados mentales, sentimientos y peculiaridades del carácter, comienzan a atribuirse a fenómenos accesibles a la ciencia. Y una tecnología de la conducta, consiguientemente, empieza a ser posible». [SKINNER: Más allá de la libertad y la dignidad . 1972]
¿Hombre autónomo o control ambiental?
Incapaces de comprender cómo y por qué la persona que observamos se comporta como lo hace, atribuimos su conducta a una persona a la que no podemos ver. Una persona cuya conducta, es cierto, tampoco podemos explicar, pero sobre la cual ya no somos propensos a indagar demasiado o hacer preguntas. Muy probablemente adoptamos esta estrategia, no tanto por falta de interés o posibilidades, cuanto por causa de una convicción antigua y arraigada según la cual la conducta humana, en su mayor parte, carece de antecedentes de importancia. La función del hombre interior consiste en proporcionar una explicación que a cambio no pueda ser explicada. La explicación concluye, pues, en ese hombre interior. No es un nexo de unión entre un pasado histórico y la conducta actual, sino que se convierte en el centro de emanación de la conducta misma. Inicia, origina y crea, y al actuar así se convierte, como fue el caso entre los griegos, en algo divino. Aseguramos que ese hombre es autónomo, lo cual es tanto como decir milagroso —al menos desde el punto de vista de la ciencia de la conducta—.
Esta actitud, por supuesto, es vulnerable. El hombre autónomo nos sirve para poder llegar a explicar cuanto resulte inexplicable desde cualquier otro punto de vista. Su existencia depende de nuestra ignorancia, y va progresivamente descendiendo de statusconforme vamos conociendo más y más sobre la conducta. El cometido de un análisis científico consiste en explicar cómo la conducta de una persona, en cuanto sistema físico, se relaciona con las condiciones bajo las cuales vive el individuo. A menos que exista alguna intervención caprichosa o creacionista, estos hechos deben estar relacionados, y de esta forma ninguna otra intervención resulta ya necesaria. Las contingencias de supervivencia, responsables de la herencia genética del hombre, es posible que le produjeran la tendencia a actuaragresivamente, pero no en cambio sentimientos de agresividad. El castigar la conducta sexual cambia la conductasexual, y cualquier sentimiento que pudiera surgir por ello no podría ser considerado, en el mejor de los casos, sino como una consecuencia. Nuestra época no sufre por ansiedad, sino por accidentes, crímenes, guerras y otras realidades dolorosas y llenas de peligro a las cuales la gente, con tanta frecuencia, queda expuesta. Los jóvenes no abandonan los centros de enseñanza, ni rechazan el trabajo, ni se asocian con los de su edad, precisamente porque estén alienados, sino más bien por causa del ambiente social defectuoso que encuentran en sus propias casas, en las escuelas, en las fábricas y en cualquier otro sitio.
Deberíamos seguir el camino que nos trazan la física y la biología. Deberíamos prestar atención directamente a la relación existente entre la conducta y su ambiente, olvidando supuestos estados mentales intermedios. [...].
Dos facetas, particularmente, del hombre autónomo causan problemas. Desde el punto de vista tradicional, la persona es libre. Es, por tanto, autónoma en el sentido de que su conducta no tiene causas. Por consiguiente, es responsable de lo que hace y será justamente castigada cuando lo merezca. Esta opinión, así como las consecuencias prácticas a ella inherentes, debe ser re-examinada cuando un análisis científico revela relaciones de control insospechadas entre la conducta y el ambiente. [...].
Al poner en duda el control ejercido por el hombre autónomo, y al demostrar el control ejercido por el ambiente, la ciencia de la conducta parece, por ello mismo, poner en duda la dignidad. Una persona es responsable de su conducta, no sólo en el sentido de ser susceptible de amonestación o castigo cuando se comporta mal, sino también en el de reconocerle mérito y admirarle por sus logros positivos. Un análisis científico transfiere tanto el mérito como el demérito al ambiente. [...].
Hay una tercera fuente de problemática en este terreno; y es que, conforme el énfasis queda transferido al ambiente, el individuo parece expuesto a una nueva clase de peligro. ¿Quién habrá de construir ese ambiente que determina la conducta humana? ¿Con qué finalidad se construirá? [...].
La mayoría de nuestros problemas más importantes implican conducta humana, y no se pueden resolver recurriendo solamente a la tecnología física o biológica. Lo que necesitamos es una tecnología de la conducta, pero hemos tardado mucho en desarrollar la ciencia de la que poder deducir este tipo de tecnología. Una dificultad evidente estriba en el hecho de que casi todo cuanto es denominado ciencia de la conducta continúa aun ahora relacionando la conducta a estados mentales, sentimientos, peculiaridades del carácter, naturaleza humana, etc. La física y la biología siguieron durante un tiempo prácticas muy parecidas, y avanzaron solamente cuando se liberaron de semejante rémora. Las ciencias de la conducta han tardado mucho en cambiar, en parte, por causa de entidades explicativas que a menudo parecían ser observadas directamente, y también en parte, porque no se encontraba fácilmente otra clase de explicaciones.
El ambiente, obviamente, es importante, pero su función no ha estado clara. No empuja o absorbe, sino que selecciona. Y resulta difícil descubrir y analizar esta función selectiva. El papel de la selección natural en la evolución fue formulado por primera vez no hace mucho más de cien años. Y la función selectiva del medio ambiente en la modelación y mantenimiento de la conducta del individuo sólo ahora comienza a ser reconocida y estudiada. Conforme se ha llegado a conocer la interacción entre organismo y ambiente, por tanto, los efectos que hasta este momento se achacaban a estados mentales, sentimientos y peculiaridades del carácter, comienzan a atribuirse a fenómenos accesibles a la ciencia. Y una tecnología de la conducta, consiguientemente, empieza a ser posible. No se solucionarán nuestros problemas, no obstante, a menos que se reemplacen opiniones y actitudes tradicionales precientíficas; aunque bien es cierto que éstas, desgraciadamente, siguen muy profundamente arraigadas. La libertad y la dignidad ilustran este problema. Ambas cualidades constituyen el tesoro irrenunciable del «hombre autónomo» de la teoría tradicional. Y resultan de esencial importancia para explicar situaciones prácticas en las que a la persona se le reputa como responsable de sus actos, y acreedora, por tanto, de reconocimiento por los éxitos obtenidos. Un análisis científico transfiere tanto esa responsabilidad como esos éxitos al ambiente. Y suscita, igualmente, ciertas interrogaciones relativas a los «valores». ¿Quién usará esa tecnología y con qué fin? Hasta tanto no se despejen estas incógnitas, se seguirá rechazando una tecnología de la conducta. Y, al rechazarla, se estará probablemente rechazando al mismo tiempo el único camino para llegar a resolver nuestros problemas. [SKINNER: Más allá de la libertad y la dignidad. 1971]
Las nociones «estímulo», «respuesta», «reforzamiento» están relativamente bien definidas con respecto a los experimentos de presionar la palanca y otros con limitaciones semejantes. Sin embargo, antes de que podamos extenderlas al comportamiento de la vida real, debemos abordar ciertas dificultades. En primer lugar, debemos decidir si llamaremos estímulo a cualquier hecho físico ante el que el organismo es capaz de reaccionar en una ocasión dada o solamente a aquellos ante los que el organismo reacciona de hecho; y paralelamente, debemos decidir si vamos a llamar respuesta a cualquier parte del comportamiento o sólo a aquellas que están conectadas con los estímulos de acuerdo con unas determinadas leyes. [...] Si él [el psicólogo] acepta las definiciones amplias, según las cuales un estímulo es cualquier hecho físico que incide sobre el organismo, y una respuesta es cualquier parte del comportamiento del organismo, debe concluir que no se ha demostrado que el comportamiento siga unas leyes. [...] Si aceptamos las definiciones más restringidas, entonces el comportamiento, por definición, sigue unas leyes (si es que consiste en respuestas); pero este hecho tiene una importancia limitada, ya que casi todo lo que el animal hace, simplemente no será considerado como comportamiento. Por tanto, el psicólogo debe admitir, o que el comportamiento no está sometido a leyes [...], o debe restringir su atención a aquellas áreas limitadísimas en que sigue unas leyes (por ejemplo, la presión de las ratas sobre la palanca, con los controles adecuados; para Skinner, el sometimiento a leyes del comportamiento observado proporciona una definición implícita de un buen experimento).
Skinner no adopta consistentemente ninguno de estos caminos. Utiliza los resultados experimentales como pruebas del carácter científico de su sistema de comportamiento, y las conjeturas analógicas (formuladas en términos de una extensión metafórica del vocabulario técnico del laboratorio) como pruebas de su alcance. Esto crea la ilusión de que nos encontramos frente a una teoría científica rigurosa de gran envergadura [...]. Para demostrar esta evaluación, un examen crítico del libro debe poner de manifiesto que, con una lectura literal [...], el libro no cubre casi ningún aspecto del comportamiento lingüístico, y que si la lectura es metafórica, no es más científico que los enfoques tradicionales sobre este tema y raramente tan claro y cuidadoso como éstos.
[...] Podemos predecir que cualquier tentativa directa para explicar el comportamiento real del hablante, del oyente y del que aprende que no esté basada en una compresión previa de la estructura de las gramáticas, conseguirá éxitos muy limitados. Es preciso ver la gramática como un componente de la conducta del hablante y del oyente que únicamente puede ser inferida [...] a partir de los datos físicos que resultan. El hecho de que todos los niños normales adquieran gramáticas comparables en lo esencial, de gran complejidad y con notable rapidez, sugiere que los seres humanos, de alguna forma, están especialmente diseñados para hacerlo así y que poseen una aptitud para elaborar datos o para «formular hipótesis» cuyo carácter y complejidad nos son desconocidos. [...] Puede ser posible estudiar el problema de determinar lo que debe ser la estructura innata de un sistema de procesamiento de la información (de formulación de hipótesis) para permitirle (a este sistema) llegar a la gramática de una lengua a partir de los datos disponibles y en el tiempo disponible. [CHOMSKY: Crítica de “Verbal behavior”, de B. F. Skinner. 1959]
El psicoanálisis tal como lo ve el teórico del aprendizaje
Ya he señalado que mi colaboración con John Dollard al aplicar los principios del aprendizaje a las situaciones sociales fuera del laboratorio ha planteado problemas que ayudaron a liberalizar y extender estos principios. Una de las razones de ello es que, al ocuparnos de la conducta social, no podemos seleccionar claves y respuestas simples que nos permitan ignorar los problemas molestos. Otra razón es que los ejemplos concretos de la conducta social real a menudo implican nuevos fenómenos que no nos llamarían la atención si limitásemos nuestro trabajo al laboratorio. El intento de analizar estos nuevos fenómenos en términos de los principios derivados del laboratorio sugiere a menudo nuevos tipos de experimentos a realizar. [...]
[El libro de Dollard y Miller] Personalidad y Psicoterapiapresenta una estrecha integración de tres grandes tradiciones científicas. Una de ellas es el psicoanálisis, iniciado por el genio de Freud y continuado por sus múltiples y competentes discípulos en el arte de la psicoterapia. La psicoterapia tiene mucho que aportar, ya que constituye una oportunidad única para realizar una observación naturalista de personas respondiendo emocionalmente y utilizando sus procesos mentales superiores en la lucha con problemas que tienen para ellos una importancia vital.
Otra tradición brota de la obra de Pavlov, Thorndike, Hull y de una legión de experimentalistas que han aplicado la exactitud del método de la ciencia natural al estudio de los principios del aprendizaje. Por último, la ciencia social es crucial porque describe las condiciones sociales en las que aprende el ser humano. El objetivo último que nos proponíamos era combinar la vitalidad del psicoanálisis, el rigor del laboratorio científico-natural y los hechos de la cultura. Una psicología de esta clase debería llegar a ocupar un lugar fundamental en las ciencias sociales y en las humanidades, haciendo innecesario que cada una de ellas tenga que inventar sus propios supuestos especiales sobre la naturaleza humana.
Uno de nuestros puntos de partida era suponer que si los síntomas funcionales de la neurosis son adquiridos, tienen que serlo o por las leyes del aprendizaje conocidas o por otras leyes que aún no se han estudiado en el laboratorio, pero que deberían investigarse en él. De un modo semejante, concebíamos la psicoterapia como un proceso de reeducación emocional que implicaba el desaprendizaje de las respuestas poco adaptativas y el aprendizaje de otras respuestas que lo fueran más.
Partiendo de estas premisas, intentamos mostrar en detalle cómo se aprenden diversos síntomas porque son reforzados mediante la reducción del miedo (la culpa y otros impulsos), exactamente igual que la acción de una rata de dar vueltas a una rueda es reforzada permitiéndole escapar de la caja donde ha recibido descargas eléctricas y que le da miedo. Nuestro análisis fue más preciso y convincente en las neurosis de combate porque las condiciones del aprendizaje están más recientes y son mejor conocidas en estos casos. Este análisis mostró por qué la adquisición de los síntomas va acompañada de una belle indifférence, y su interrupción produce una aflicción que a menudo es consecuencia del aprendizaje de un síntoma sustitutorio, exactamente igual que la rata aprende a presionar la barra cuando se cambia el aparato para que dar vueltas a la rueda ya no sirva para reducir el miedo. [...]
También realizamos un análisis detallado de la represión en torno a tres puntos fundamentales: 1) que los procesos mentales superiores implican respuestas productoras de claves —muchas de las cuales pueden ser centrales—; 2) que impulsos aversivos fuertes (como el miedo) pueden vincularse a estas claves producidas por las respuestas; y 3) que la súbita reducción del impulso que se produce cuando la persona deja de tener estos pensamientos dolorosos puede reforzar la respuesta responsable de interrumpirlos. De esto se sigue que tiene que existir la tendencia a eliminar los pensamientos dolorosos —por ejemplo, a evitar el tema de la bomba H— y que, si la motivación aversiva es lo bastante fuerte, esta tenencia automática tiene que ser abrumadora y conducir a una represión completa. Pero puesto que las respuestas productoras de claves que se reprimen son componentes esenciales del pensamiento, del razonamiento, de la previsión, de los proyectos y del control social, se sigue de ello que los aspectos de la conducta implicados en la represión tienen que hacerse más infantiles, primitivos y estúpidos. Del mismo modo, recuperarse de la represión tiene que encontrar resistencia, pero una vez que las respuestas productoras de claves se hayan restaurado plenamente, la conducta tiene que hacerse más adulta, inteligente y discriminativa. Este es, en sumarísimo esquema, el patrón de análisis de reforzamiento E-R que permite explicar las observaciones psicoanalíticas. [...]
Aunque hacemos hincapié en el papel del aprendizaje, nuestra formulación no excluye el papel de mecanismos psicológicos innatos que impliquen factores tales como la fuerza innata de los diversos impulsos, la capacidad de resistencia a los diversos tipos de dolor y estrés, la sensibilidad a los distintos estímulos, el repertorio disponible de respuestas innatas, el predominio relativo de las diferentes respuestas y la inteligencia innata. [MILLER: Liberalization of basic S-R concepts: Extension to conflict behavior, motivation and social learning. 1959]
«En 1940 empecé a tratar de cambiar lo que ahora llamaría política de la terapia. Al describir la tendencia que empezaba a surgir dije: Este nuevo enfoque es diferente al anterior en que tiene objetivos realmente diferentes. Está enfocado directamente a promover una mayor independencia e integración del individuo en lugar de esperar que tales resultados ocurran si el terapeuta le ayuda a resolver el problema. El centro de atención es el individuo y no el problema. El objetivo no es resolver un problema particular, sino ayudar al individuo a crecer, de modo que pueda hacer frente al actual problema y a problemas posteriores de una manera más integrada. Si puede ganar suficiente integración para manejar un problema de una manera más independiente, más responsable, menos confusa, mejor organizada, entonces será capaz de manejar también nuevos problemas en la misma forma.
Si esto parece un poco vago, puede hacerse más específico… Se basa mucho más en el impulso individual al crecimiento, a la salud y al buen funcionamiento psicológico. La terapia no es cuestión de hacerle algo al individuo o de inducirlo a hacer algo con relación a sí mismo. Por el contrario, se trata de liberarlo para que tenga un crecimiento y un desarrollo normales, de quitar obstáculos para que pueda ir otra vez hacia delante». [ROGERS: El poder de la persona. 1980]
La principal meta de la educación es crear hombres capaces de hacer cosas nuevas y no simplemente de repetir lo que han hecho otras generaciones: hombres creadores, inventores y descubridores. La segunda meta de la educación es formar mentes que puedan ser críticas, que puedan verificar y no aceptar todo lo que se les ofrece. El gran peligro de hoy son las consignas, las opiniones colectivas, las corrientes de pensamiento hechas a medida. Debemos estar en condiciones de resistir individualmente, de criticar, de distinguir entre lo probado y lo que no ha sido comprobado. Por ello, necesitamos alumnos activos, que puedan aprender pronto a descubrir por sí mismos, en parte mediante su actividad espontánea y en parte por medio de materiales que les proporcionemos; que aprendan pronto a determinar qué es verificable y qué es simplemente lo primero que se les viene a la mente». [PIAGET: Estudios cognitivos y desarrollo curricular, Piaget Rediscovered. 1964]
La construcción del conocimiento
[...] (E)l conocimiento no puede concebirse como si estuviera predeterminado, ni en las estructuras internas del sujeto, puesto que son el producto de una construcción efectiva y continua, ni en los caracteres preexistentes del objeto, ya que sólo son conocidos gracias a la mediación necesaria de estas estructuras, las cuales los enriquecen al encuadrarlos (aunque sólo fuera situándolos en el conjunto de los posibles).
En otras palabras, todo conocimiento supone un aspecto de elaboración nueva y el gran problema de la epistemología consiste en conciliar esta creación de novedades con el doble hecho de que, en el terreno formal, se convierten en necesarias apenas elaboradas y, en el plano de lo real, permiten (y son las únicas que lo permiten) la conquista de la objetividad.
En realidad, el problema de la construcción de estructuras no preformadas es antiguo, aunque la mayoría de los epistemólogos permanezcan ligados a hipótesis, tanto aprioristas (actualmente incluso con algún retorno al innatismo) como empiristas, que subordinan el conocimiento a formas situadas previamente en el sujeto o en el objeto. Todas las corrientes dialécticas insisten sobre la idea de novedades y buscan su secreto en «superaciones» que trascenderían sin cesar el juego de tesis y antítesis. En el terreno de la historia del pensamiento científico, el problema de los cambios de perspectiva e incluso de las «revoluciones» en los «paradigmas» (Kuhn) se impone necesariamente, y L. Brunschwig ha extraído de ella una epistemología del devenir radical de la razón. En el interior de las fronteras más específicamente psicológicas, J. M. Baldwin ha suministrado, bajo el nombre de «lógica genética », concepciones penetrantes sobre la construcción de las estructuras cognoscitivas, y todavía podríamos citar varias tentativas más.
Si la epistemología genética ha vuelto a ocuparse de la cuestión, ha sido con el doble objetivo de elaborar un método capaz de suministrar controles y, sobre todo, de remontarse hasta los orígenes, es decir, a la propia génesis de los conocimientos, de los que la epistemología tradicional sólo conoce los estados superiores o, en otras palabras, algunos resultantes. Lo característico de la epistemología genética es tratar de descubrir las raíces de los distintos tipos de conocimiento desde sus formas más elementales y seguir su desarrollo en los niveles ulteriores, inclusive hasta el pensamiento científico. Pero si este tipo de análisis supone una parte esencial de experimentación psicológica, no se confunde sin más con un trabajo puramente psicológico. [...]
En cuanto a la necesidad de remontarse a la génesis, como indica la expresión «epistemología genética», conviene disipar desde el comienzo un posible malentendido que tendría cierta gravedad si condujera a oponer la génesis a otras fases de la construcción continua de conocimientos. Por el contrario, la gran lección que nos proporciona el estudio de la (o de las) génesis es mostrar que no existen nunca comienzos absolutos. En otros términos, es necesario decir, o que todo es génesis, incluida la construcción de una teoría nueva en el estado más actual de las ciencias, o que la génesis retrocede indefinidamente, pues las fases psicogenéticas más elementales están a su vez precedidas por fases en alguna forma organogenéticas, etc. Por tanto, afirmar la necesidad de remontarse a la génesis no significa de ninguna manera conceder un privilegio a tal o cual fase considerada como primera, hablando en absoluto; consiste, por el contrario, en recordar la existencia de una construcción
indefinida y sobre todo en insistir sobre el hecho de que, para comprender las razones y el mecanismo, es preciso conocer todaslas fases o por lo menos el máximoposible. Si hemos debido insistir más sobre los comienzos del conocimiento, en los dominios de la psicología del niño y de la biología, no es porque les atribuyamos una significación casi exclusiva, sino simplemente porque se trata de perspectivas muy descuidadas por los epistemólogos.
Todas las restantes fuentes científicas de información siguen siendo necesarias, y el segundo carácter de la epistemología genética sobre el cual querríamos insistir es su naturaleza claramente interdisciplinaria. Expresado bajo su forma general, el problema específico de la epistemología genética es el del incremento de conocimientos, es decir, del paso de un conocimiento peor o más pobre a un saber más rico (en comprensión y en extensión). Ahora bien, como toda ciencia está en devenir y no considera nunca su estado como definitivo (con excepción de algunas ilusiones históricas como las del aristotelismo de los adversarios de Galileo o de la física newtoniana en algunos continuadores), este problema genético en sentido amplio engloba también el del progreso de todo conocimiento científico y tiene dos dimensiones, una que depende de cuestiones de hecho (estado de los conocimientos a un nivel determinado y paso de un nivel al siguiente), y otra de cuestiones de validez (evaluación de los conocimientos en términos de mejora o de regresión, estructura formal de los conocimientos). Por tanto, es evidente que cualquier investigación en epistemología genética, ya se trate del desarrollo de tal sector del conocimiento en el niño (número, velocidad, causalidad física, etc.) o de tal transformación en una de las ramas correspondientes del pensamiento científico, supone la colaboración de especialistas de epistemología de la ciencia considerada, de psicólogos, de historiadores de las ciencias, de lógicos y matemáticos, de cibernéticos, de lingüistas, etc. [...] [PIAGET:La epistemología genética. 1970]
El mito de la enfermedad mental
[...] Así, las enfermedades mentales se consideran básicamente similares a otras enfermedades. La única diferencia [...] entre una enfermedad mental y otra orgánica es que la primera, al afectar al cerebro, se manifiesta por medio de síntomas mentales, en tanto que la segunda, al afectar a otros sistemas orgánicos —p. ej., la piel, el hígado, etc.—, se manifiesta por medio de síntomas que pueden ser referidos a dichas partes del cuerpo.
A mi juicio, esta concepción se basa en dos errores fundamentales. En primer lugar, una enfermedad cerebral, análoga a una enfermedad de la piel o de los huesos, es un defecto neurológico, no un problema de la vida. Por ejemplo, es posible explicar un defectoen el campo visual de un individuo relacionándolo con ciertas lesiones en el sistema nervioso. En cambio, una creenciadel individuo —ya se trate de su creencia en el cristianismo o en el comunismo, o de la idea de que sus órganos internos
se están pudriendo y que su cuerpo ya está muerto— no puede explicarse por un defecto o enfermedad del sistema nervioso. La explicación de este tipo de fenómenos [...] debe buscarse por otras vías.
El segundo error es epistemológico. Consiste en interpretar las comunicaciones referentes a nosotros mismos y al mundo que nos rodea como síntomas de funcionamiento neurológico. No se trata aquí de un error de observación o de razonamiento, sino de organización y expresión del conocimiento. En el presente caso, el error radica en establecer un dualismo entre los síntomas físicos y mentales, dualismo que es un hábito lingüístico y no el resultado de observaciones empíricas. Veamos si esto es así.
En la práctica médica, cuando hablamos de trastornos orgánicos nos estamos refiriendo ya sea a signos (p. ej., la fiebre) o a síntomas (p. ej., el dolor). En cambio, cuando hablamos de síntomas psíquicos nos estamos refiriendo a comunicaciones del paciente acerca de sí mismo, de los demás y del mundo que lo rodea. El paciente puede asegurar que es Napoleón o que lo persiguen los comunistas; estas afirmaciones sólo se considerarán síntomas psíquicos si el observador cree que el paciente no es Napoleón o que nolo persiguen los comunistas. Se torna así evidente que la proposición «X es un síntoma psíquico» implica formular un juicio que entraña una comparación tácita entre las ideas, conceptos o creencias del paciente y las del observador y la sociedad en la cual viven ambos. La noción de síntoma psíquico está, pues, indisolublemente ligada al contexto social, y particularmente al contexto ético, en el que se la formula, así como la noción de síntoma orgánico está ligada a un contexto anatómico y genético.
Resumiendo: para quienes consideran los síntomas psíquicos como signos de enfermedad cerebral, el concepto de enfermedad mental es innecesario y equívoco. Si lo que quieren decir es que las personas rotuladas «enfermos mentales» sufren alguna enfermedad cerebral, sería preferible, en bien de la claridad, que dijeran eso y nada más. [...]
[...] [La noción de enfermedad mental] es la auténtica heredera de los mitos religiosos en general, y de las creencias en las brujas en particular. La función de estos sistemas de creencia fue actuar como tranquilizantes sociales, alentando la esperanza de adquirir dominio sobre ciertos problemas mediante operaciones mágico-simbólicas sustitutivas. El concepto de enfermedad mental sirve, pues, principalmente para ocultar el hecho diario de que la vida es, para la mayoría de la gente, una lucha continua, no por la supervivencia biológica, sino por «encontrar un lugar bajo el sol», por alcanzar la «paz del espíritu» o algún otro sentido o valor. Una vez que el hombre ha satisfecho la necesidad de conservación de su cuerpo, y quizá de su especie, se enfrenta al problema de la significación personal: ¿Qué hará de sí mismo? ¿Para qué vive? La adhesión permanente al mito de la enfermedad mental le permite a la gente evitar enfrentarse con este problema, en la certeza de que la salud mental, concebida como la ausencia de enfermedad mental, les asegura que harán automáticamente elecciones correctas y seguras en la vida. Ahora bien, ocurre exactamente al revés: ¡son las elecciones sensatas que una persona ha hecho en su vida lo que la gente considera, retrospectivamente, como prueba de su buena salud mental!
Cuando afirmo que la enfermedad mental es un mito, no estoy diciendo que no existan la infelicidad personal ni la conducta socialmente desviada; lo que digo es que las categorizamos como enfermedades por nuestra propia cuenta y riesgo.
La expresión «enfermedad mental» es una metáfora que equivocadamente hemos llegado a considerar un hecho real. Decimos que una persona está físicamente enferma cuando el funcionamiento de su organismo viola ciertas normas anatómicas y fisiológicas; análogamente, decimos que está mentalmente enferma cuando su conducta viola ciertas normas éticas, políticas y sociales. Esto explica por qué a tantas figuras históricas, desde Jesús hasta Castro y desde Job hasta Hitler, se les diagnosticó haber sufrido tal o cual enfermedad psiquiátrica.
Por último, el mito de la enfermedad mental fomenta nuestra creencia en su corolario lógico: que la interacción social sería armoniosa y gratificante y serviría de base firme para una buena vida si no fuera por la influencia disruptiva de la enfermedad mental, o de la psicopatología. Sin embargo, la felicidad humana universal, al menos en esta forma, no es sino una expresión más de deseos fantasiosos. Creo en la posibilidad de la felicidad o bienestar humanos, no sólo para una selecta minoría, sino en una escala hasta ahora inimaginable; pero esto sólo se podrá lograr si muchos hombres, y no un puñado únicamente, son capaces de hacer frente con franqueza a sus conflictos éticos, personales y sociales y están dispuestos a salirles valientemente al paso. Esto implica tener el coraje y la integridad necesarios para dejar de librar batallas en falsos frentes y de encontrar soluciones para problemas vicarios —p. ej., luchar contra la acidez estomacal y la fatiga crónica en vez de enfrentar un conflicto conyugal—.
Nuestros adversarios no son demonios, brujas, el destino o la enfermedad mental. No tenemos ningún enemigo contra el cual combatir mediante la «cura» o al cual podamos exorcizar o disipar por esta vía.
Lo que tenemos son problemas de la vida, ya sean biológicos, económicos, políticos o psicosociales. [...] Mi argumentación se ha restringido a proponer que la enfermedad mental es un mito cuya función consiste en disfrazar y volver más asimilable la amarga píldora de los conflictos morales en las relaciones humanas. [SZASZ: Ideología y enfermedad mentaL. 1970]
La habitación china
[...] Tener una mente es algo más que tener procesos formales o sintácticos. Nuestros estados mentales internos tienen, por definición, ciertos tipos de contenido. [...] Esto es, incluso si mis pensamientos se me presentan en cadenas de símbolos tiene que haber más que las cadenas abstractas, puesto que las cadenas por sí mismas no pueden tener significado alguno. Si mis pensamientos han de ser sobrealgo, entonces las cadenas tienen que tener un significadoque hace que sean los pensamientos sobre esas cosas. En una palabra, la mente tiene más que una sintaxis, tiene una semántica. La razón por la que un programa de computador no pueda jamás ser una mente es simplemente que un programa de computador es solamente sintáctico, y las mentes son más que sintácticas. Las mentes son semánticas, en el sentido de que tienen algo más que una estructura formal: tienen un contenido.
Para ilustrar este punto he diseñado un cierto experimento de pensamiento. Imaginemos que un grupo de programadores de computador ha escrito un programa que capacita a un computador para simular que entiende chino. Así, por ejemplo, si al computador se le hace una pregunta en chino, confrontará la pregunta con su memoria o su base de datos, y producirá respuestas adecuadas a las preguntas en chino. Supongamos, por mor del argumento, que las respuestas del computador son tan buenas como las de un hablante nativo del chino. Ahora bien, ¿entiende el computador, según esto, chino? ¿Entiende literalmente chino, de la manera en que los hablantes del chino entienden chino? Bien, imaginemos que se le encierra a usted en una habitación y que en esta habitación hay diversas cestas llenas de símbolos chinos. Imaginemos que usted [...] no entiende chino, pero que se le da un libro de reglas en castellano para manipular esos símbolos chinos. Las reglas especifican las manipulaciones de los símbolos de manera puramente formal, en términos de su sintaxis, no de su semántica. Así la regla podría decir: «toma un signo changyuan-changyuan de la cesta número uno y ponlo al lado de un signo chongyuon-chongyuon de la cesta número dos». Supongamos ahora que son introducidos en la habitación algunos otros símbolos chinos, y que se le dan reglas adicionales para devolver símbolos chinos fuera de la habitación. Supóngase que usted no sabe que los símbolos introducidos en la habitación son denominados «preguntas» de la gente que está fuera de la habitación, y que los símbolos que usted devuelve fuera de la habitación son denominados «respuestas a las preguntas». Supóngase, además, que los programadores son tan buenos al diseñar los programas y que usted es tan bueno manipulando los símbolos que enseguida sus respuestas son indistinguibles de las de un hablante nativo del chino. [...] Sobre la base de la situación tal como la he descrito, no hay manera de que usted pueda aprender nada de chino manipulando esos símbolos formales.
Ahora bien, lo esencial de la historieta es simplemente esto: en virtud del cumplimiento de un programa de computador formal desde el punto de vista de un observador externo, usted se comporta exactamente como si entendiese chino, pero a pesar de todo usted no entiende ni palabra de chino. Pero si pasar por el programa de computador apropiado para entender chino no es suficiente para proporcionarle a ustedcomprensión del chino, entonces no es suficiente para proporcionar a cualquier otro computador digitalcomprensión del chino. [...] Todo lo que el computador tiene, como usted tiene también, es un programa formal para manipular símbolos chinos no interpretados. Para repetirlo: un computador tiene una sintaxis, pero no una semántica. Todo el objeto de la parábola de la habitación china es recordarnos un hecho que conocíamos desde el principio. Comprender un lenguaje, o ciertamente tener estados mentales, incluye algo más que tener un puñado de símbolos formales. Incluye tener una interpretación o un significado agregado a esos símbolos. Y un computador digital, tal como se ha definido, no puede tener más que símbolos formales, puesto que la operación del computador [...] se define en términos de su capacidad para llevar a cabo programas. Y esos programas son especificables de manera puramente formal —esto es, no tienen contenido semántico. [SEARLE: Mentes, cerebros y ciencia. 1984]
La psicología cognitiva como paradigma
En sentido amplio, el objeto de la psicología cognitiva podría definirse así: «cómo funciona la mente». Pero, así definido, sería completamente inabordable. Al igual que cualquier otro estudioso de la naturaleza, el psicólogo cognitivo debe limitar su objeto de estudio para mantenerlo en un ámbito comprensible y manejable. Por consiguiente, se estudian aquellos aspectos que les parecen especialmente importantes a la mayoría de psicólogos cognitivos —los «procesos mentales superiores», que incluyen memoria, percepción, aprendizaje, pensamiento, razonamiento, lenguaje y comprensión—Es más, la mayor parte de quienes estudian los procesos mentales superiores han adquirido un compromiso con los métodos observacionales de la ciencia más que con un punto de vista literario, intuitivo o humanista. El psicólogo cognitivo típico es, por tanto, un científico motivado para comprender un sistema natural cual es el que constituyen los procesos mentales superiores humanos.
El compromiso con el uso del método científico a la hora de estudiar los procesos mentales superiores, desde luego, impone límites a las investigaciones especializadas que uno lleva a cabo. Sin embargo, es preciso tomar muchas otras decisiones —implícitas o explícitas— antes de dar inicio al primer experimento. ¿Qué presupuestos son los razonables? ¿Cuáles son las ideas relevantes a la hora de concebir hipótesis sobre la naturaleza de los procesos mentales? ¿Cuáles de estas hipótesis son plausibles y merece la pena estudiarlas? ¿Cuáles deberían estudiarse primero y cuáles deberían posponerse? Es legítimo que los psicólogos científicos difieran respecto a cómo resolver estas cuestiones. Sin embargo, dentro de las disciplinas científicas se tiende a la formación de subgrupos cuyos miembros adoptan soluciones muy semejantes. Cuando un número suficiente de científicos pertenecientes a un campo están de acuerdo en un grado considerable respecto a cómo se deben resolver las anteriores cuestiones, se dice que comparten un paradigma. La psicología del procesamiento de la información es un paradigma para estudiar la psicología cognitiva, y lo que ha sucedido durante los últimos años es que se ha convertido en el paradigma dominante en la investigación de los procesos cognitivos adultos. [...] A causa de la enorme complejidad de la mayoría de los sistemas naturales y sociales, no hay científico alguno capaz de estudiar ningún sistema importante en su totalidad. La investigación sólo puede comen zar después de que se hayan definido subsistemas de unas dimensiones manejables. Una investigación relevante requiere conocimiento, previsión y suerte para formular las propiedades y estados de un subsistema que corresponda razonablemente bien al mundo real. El paradigma del científico desempeña una función crucial en esta tarea tan relevante. Los psicólogos cognitivos que siguen el paradigma del procesamiento de la información se caracterizan por un modo particular de decidir de qué subsistemas se componen los procesos mentales superiores, albergan algunas sospechas e intuiciones sobre cómo son éstos y algunos compromisos acerca de cómo deberían investigarse. Estos psicólogos han definido su área en torno al modo en que el ser humano recoge, almacena, modifica e interpreta la información circundante o la que ya está almacenada en su interior. Se interesan por saber cómo el hombre añade información a su conocimiento permanente sobre el mundo, cómo accede a ella cada vez y cómo utiliza su conocimiento en cada faceta de la actividad humana. Los psicólogos cognitivos partidarios del procesamiento de la información creen que dicha recogida, almacenamiento, interpretación, comprensión y uso de la información circundante esla cognición. Creen que entender estos procesos es fundamental para entender la lectura, la producción y comprensión del habla, y el pensamiento creativo. De hecho, muchos psicólogos cognitivos creen que este tipo de investigación contribuirá a entender otras características del ser humano tales como la emoción, la personalidad y la interacción social. Algunos psicólogos cognitivos creen que las propiedades que estudian —lenguaje, comprensión y pensamiento— distinguen a los seres humanos de cualquier otro sistema natural de la tierra. [LACHMAN, R., LACHMAN, J. L. y BUTTERFIELD, E. C., Cognitive Psychology and Information Processing: An Introduction. 1979]
El procesamiento distribuido en paralelo
[Los modelos de procesamiento distribuido en paralelo o PDP] parten de la suposición de que el procesamiento de la información se produce mediante la interacción de un gran número de elementos procesadores simples llamados «unidades», cada una de las cuales envía señales excitadoras e inhibidoras a otras unidades. En algunos casos, las unidades representan hipótesis posibles sobre cosas tales como las letras que hay en una configuración determinada o las funciones sintácticas de las palabras que forman una frase. En estos casos, las activaciones de las unidades vienen a representar las fuerzas asociadas con las distintas hipótesis posibles, y las interconexiones entre las unidades representan las limitaciones o restricciones que el sistema sabe que existen entre las distintas hipótesis. En otros casos, las unidades representan objetivos y acciones posibles (como, por ejemplo, el objetivo de teclear una letra determinada o la acción de mover el dedo índice izquierdo) y las conexiones ponen en relación estos objetivos con objetivos intermedios, los objetivos intermedios con acciones y las acciones con movimientos musculares. Hay también otros casos en los que las unidades no representan hipótesis u objetivos determinados, sino aspectos de éstos. Así, por ejemplo, una hipótesis sobre la identidad de una palabra se encuentra a su vez distribuida en las activaciones de un gran número de unidades.
Los modelos PDP: ¿ciencia cognitiva o neurociencia?
Una razón que explica el atractivo de los modelos PDP es su incuestionable «aroma fisiológico». Parece que están mucho más ligados a la fisiología del cerebro que otros modelos de procesamiento de la información. El cerebro consta de un gran número de elementos con un elevado nivel de interconexión [...], que aparentemente se envían entre sí mensajes excitatorios e inhibitorios muy sencillos mediante los cuales ajustan sus excitaciones. Las propiedades de las unidades de muchos de los modelos PDP que vamos a examinar más adelante están inspiradas en propiedades básicas de las estructuras neurales. [...]
Aunque no cabe duda de que el atractivo de los modelos PDP se ve incrementado por su plausibilidad fisiológica y por el hecho de que estén inspirados en estructuras neurales, éstas no son las razones primarias por las que a nosotros nos resultan atractivos. Al fin y al cabo, nosotros somos científicos cognitivos y los modelos PDP nos resultan atractivos por razones psicológicas y computacionales. Estos modelos ofrecen la posibilidad de llegar a darnos una explicación, suficiente desde el punto de vista computacional y precisa desde el punto de vista psicológico, de los mecanismos que hay detrás de los fenómenos del conocimiento humano, los cuales nunca han conseguido explicarse satisfactoriamente mediante formalismos computacionales convencionales. Además, estos modelos han alterado radicalmente nuestra manera de pensar sobre la organización temporal del procesamiento, la naturaleza de la representación y los mecanismos del aprendizaje.
La microestructura del conocimiento
El proceso del conocimiento humano, examinado mediante una escala temporal de segundos y minutos, presenta un carácter netamente secuencial. Las ideas vienen, nos parecen prometedoras y, después, las rechazamos; al intentar resolver un problema, seguimos pistas que, después, abandonamos y reemplazamos por ideas nuevas. Aunque puede que el proceso no sea totalmente discontinuo, no cabe duda de que tiene un carácter netamente secuencial, y las transiciones de un estado a otro se producen, pongamos por caso, dos o tres veces por segundo. Evidentemente, cualquier descripción que merezca la pena de la organización global del flujo secuencial del pensamiento tendrá que describir necesariamente una secuencia de estados.
¿Pero cuál es la estructura interna de cada uno de los estados que aparece en la secuencia y cómo se producen estos estados? Cualquier intento serio de construir un modelo incluso de los macropasos más sencillos del conocimiento humano [...] requerirían un gran número de micropasos si se efectuasen secuencialmente. [...] (E)l soporte material (hardware) biológico resulta demasiado lento para que los modelos secuenciales de su microestructura puedan proporcionarnos una explicación plausible, por lo menos de la microestructura del pensamiento humano. Y las limitaciones temporales, en lugar de mejorar, empeoran todavía más cuando los mecanismos secuenciales intentan tomar en cuenta un gran número de limitaciones o restricciones. En una máquina secuencial, cada nueva restricción exige más tiempo, y, cuando son imprecisas, las restricciones pueden acarrear un incremento explosivo del número de cómputos necesarios. En cambio, las personas ganan en rapidez, no en lentitud, cuando son capaces de aprovechar restricciones adicionales.
Los modelos de procesamiento distribuido en paralelo son una alternativa a los modelos seriales de la microestructura del conocimiento. No pretenden negar que hay una macroestructura, exactamente igual que el estudio de las partículas subatómicas no niega la existencia de interacciones entre los átomos. Lo que hacen los modelos PDP es describir la estructura interna de unidades mayores, igual que la física subatómica describe la estructura interna de los átomos, que son partes constitutivas de unidades mayores de la estructura química.
[...] En general, desde la perspectiva del PDP, los objetos a que se refieren los modelos macroestructurales del procesamiento cognitivo se consideran como descripciones aproximadas de propiedades emergentes de la microestructura. A veces, estas descripciones aproximadas pueden ser lo suficientemente precisas como para captar adecuadamente un proceso o mecanismo. Pero [...] muchas veces no consiguen proporcionar explicaciones suficientemente elegantes o manejables que capten el carácter extremadamente flexible y abierto del conocimiento, que es lo que sus inventores pretendían originalmente. [...]
Ejemplos de modelos PDP
[...] Cómo coger un objeto sin caerse. [...] Hinton trabajó con una versión simplificada de esta tarea en la que utilizaba una «persona» bidimensional provista de un pie, una pierna con un segmento inferior y otro superior, un tronco, un brazo y un antebrazo. Cada uno de estos miembros se encuentra conectado con el siguiente mediante una articulación que posee un solo grado de libertad de rotación. La tarea a la que tiene que enfrentarse esta persona es alcanzar un objetivo que se encuentra situado en algún punto enfrente de ella, sin dar ningún paso y sin caerse. [...] (E)l problema consiste en encontrar un conjunto de ángulos de las articulaciones capaz de resolver simultáneamente las dos restricciones que hay en la tarea. La primera es que el extremo del antebrazo toque el objeto. La segunda es que, para evitar caerse, la persona debe mantener su centro de gravedad en la vertical del pie.
Para conseguirlo, Hinton asignó un solo procesador a cada articulación. En cada ciclo computacional, cada procesador recibía información sobre la distancia a la que se encontraba el extremo de la mano respecto al objetivo, y sobre la posición que ocupaba el centro de gravedad respecto al pie. Utilizando estas dos fuentes de información, cada articulación ajustaba su ángulo para acercarse a los objetivos de mantener el equilibrio y hacer que el extremo del brazo se acercase al objeto. Al cabo de una serie de iteraciones, la persona «palote» adoptó posturas que satisfacían la meta de alcanzar el objeto y la de mantener el centro de gravedad en la vertical de los «pies».
Aunque esta simulación fue capaz de realizar la tarea [...], adolecía también de una serie de inconvenientes que derivaban del hecho de que los procesadores de las articulaciones intentaban dar con una solución cada uno por su cuenta, sin saber lo que las otras articulaciones intentaban hacer. Este problema se superó incorporando nuevos procesadores que se ocupaban de elaborar combinaciones de ángulos articulatorios. [...] Con la incorporación de este tipo de procesadores, se redujo en gran medida el número de iteraciones necesario para alcanzar la solución, y la forma que adoptaba ésta presentaba un aspecto muy natural. [MCCLELLAND, J. L., RUMELHART, D. E. y HINTON, G. E.,: El atractivo del procesamiento distribuido en paralelo. 1986]
EL CASO DE LOS CEREBROS EN UNA CUBETA Hilary Putnam
He aquí una posibilidad de ciencia-ficción discutida por los filósofos: imaginemos que un ser humano (el lector puede imaginar que es él quien sufre el percance) ha sido sometido a una operación por un diabólico científico. El cerebro de tal persona (su cerebro, querido lector) ha sido extraído del cuerpo y colocado en una cubeta de nutrientes que lo mantienen vivo. Las terminaciones nerviosas han sido conectadas a una computadora súper científica que provoca en esa persona la ilusión de que todo es perfectamente normal. Parece haber gente, objetos, cielo, etc.; pero en realidad todo lo que la persona (usted) está experimentando es resultado de impulsos electrónicos que se desplazan desde la computadora hasta las terminaciones nerviosas. La computadora es tan ingeniosa que, si la persona intenta alzar su mano, el «feedback» que procede de la computadora le provocará que «vea» y «sienta» que su mano está alzándose. Por otra parte, mediante una simple modificación del programa, el diabólico científico puede provocar que la víctima «experimente» (o alucine) cualquier situación o entorno que él desee. También puede borrar la memoria de funcionamiento del cerebro, de modo que la víctima crea que siempre ha estado en ese entorno. La víctima puede creer incluso que está sentado, leyendo estas mismas palabras acerca de la suposición, divertida, aunque bastante absurda, de que hay un diabólico científico que extrae cerebros de los cuerpos y los coloca en una cubeta de nutrientes que los mantiene vivos. Las terminaciones nerviosas se suponen conectadas a una computadora súper científica que provoca en la persona la ilusión de…
Cuando se menciona esta especie de posibilidad en una clase de Teoría del Conocimiento, el propósito no es otro que suscitar de un modo moderno el clásico problema del escepticismo con respecto al mundo externo. (¿Cómo podría usted saber que no se halla en esa situación?) Pero esta situación es también un útil recurso para suscitar cuestiones en torno a la relación mente-mundo.
En lugar de imaginar un solo cerebro en una cubeta, podemos imaginar que los seres humanos (quizá todos los seres sintientes) son cerebros en una cubeta (o sistemas nerviosos en una cubeta, en el caso de algunos seres que sólo poseen un sistema nervioso mínimo, pero que ya cuentan como sintientes). Por supuesto, el diabólico científico tendría que estar fuera — ¿o querría estarlo? Quizá no exista ningún diabólico científico, quizá (aunque esto es absurdo) el mundo consista en una maquinaria automática que está al cuidado de una cubeta repleta de cerebros y sistemas nerviosos.
Supongamos esta vez que la maquinaria automática está programada para ofrecernos a todos una alucinación colectiva, en lugar de unas cuantas alucinaciones separadas y sin relación. De forma que cuando me parece estar hablando con usted, a usted le parece estar oyendo mis palabras. Mis palabras no llegan realmente a sus oídos, por supuesto —porque usted no tiene oídos (reales), ni yo tengo boca o lengua reales. Pero cuando emito mis palabras, lo que ocurre en realidad es que los impulsos aferentes se desplazan desde mi cerebro hasta el ordenador, el cual a su vez provoca que yo «oiga» mi propia voz profiriendo esas palabras y «sienta» el movimiento de mi lengua, y que usted «oiga» mis palabras, y me «vea» hablando, etc. En este caso, nos comunicamos realmente, hasta cierto punto. Yo no estoy equivocado con respecto a su existencia real (sólo lo estoy con respecto a la existencia de su cuerpo y del «mundo externo», aparte de los cerebros). En cierta medida, tampoco importa que «el mundo entero» sea una alucinación colectiva; después de todo, cuando me dirijo a usted, usted oye realmente mis palabras, si bien el mecanismo no es el que suponemos. (Si fuéramos dos amantes haciendo el amor y no dos personas manteniendo una conversación, la insinuación de que únicamente somos dos cerebros en una cubeta podría ser molesta, desde luego.)
Deseo formular ahora una pregunta que parecerá obvia y bastante estúpida (al menos a algunos, incluyendo a algunos filósofos sumamente sofisticados), pero que tal vez nos sumerja con cierta rapidez en auténticas profundidades filosóficas. Supongamos que toda esta historia fuera realmente verdadera. Si fuéramos cerebros en una cubeta, ¿podríamos decir o pensar que lo somos?
Voy a argumentar en favor de la respuesta «no, no podríamos». En realidad, voy a argüir que la suposición de que realmente somos cerebros en una cubeta, pese a no violar ley física alguna y a ser perfectamente consistente con todas nuestras experiencias, no puede ser verdadera. Y no puede ser verdadera porque, en cierto modo, se autorrefuta.
El argumento que seguidamente expondré es bastante inusual, y me llevó varios años convencerme de que era verdaderamente correcto. Pero es un argumento correcto. Lo que le da una apariencia tan extraña es su conexión con algunas de las más profundas cuestiones dé la filosofía (se me ocurrió por primera vez cuando estaba estudiando mi teorema de la lógica moderna, el teorema de Skolem-Lówenheim, y vi de repente una conexión entre este teorema y algunos argumentos de las Investigaciones Filosóficas de Wittgenstein).
Un «supuesto que se autorrefuta» es aquel cuya verdad implica su propia falsedad. Por ejemplo, consideremos la tesis de que todos los enunciados generales son falsos. Este es un enunciado general. De forma que, si es verdadero, debe ser falso. Por lo tanto, es falso. En ciertas ocasiones decimos que una tesis se «autorrefuta» si la misma suposición de que la tesis es tomada en cuenta o enunciada implica ya su falsedad. Por ejemplo, «no existo» se autorrefuta si soy yo (para cualquier «yo») quien lo pienso. De modo que uno puede estar seguro de que existe con sólo pensar en ello (como Descartes argumentó).
Demostraré que la suposición de que somos cerebros en una cubeta posee precisamente esta propiedad. Si podemos considerar su ver•dad o su falsedad, entonces no es verdadera (lo demostraré). Por lo tanto, no es verdadera.
Antes de ofrecer el argumento, permítanme considerar el motivo por el que parece tan extraño que éste pueda siquiera ofrecerse (al menos para los filósofos que subscriben una concepción de la verdad-copia). Concedamos que es compatible con las leyes físicas que haya un «mundo posible» en el que todos los seres sintientes sean cerebros en una cubeta. (El discurso sobre este «mundo posible» suena como si hubiese un lugar donde cualquier suposición absurda fuese verdadera, y éste es el motivo por el que puede ser filosóficamente desorientador.) Los humanos de ese mundo posible tienen exactamente las mismas experiencias que tenemos nosotros. También piensan igual que nosotros (al menos por su mente pasan palabras, imágenes, formas de pensamiento). Aun así, estoy afirmando que podemos ofrecer un argumento que demuestre que no somos cerebros en una cubeta. ¿Cómo puede haberlo? ¿Por qué no podrían ofrecer tal argumento las personas que, en tal mundo posible, son realmente cerebros en una cubeta?
La respuesta será (básicamente) ésta: aunque esas personas pueden pensar y «decir» cualquier palabra que nosotros pensemos o digamos, no pueden «referirse» a lo que nosotros nos referimos. En particular, no pueden decir o pensar que son cerebros en una cubeta (incluso pensando «somos cerebros en una cubeta»). [Hilary Putnam: El caso de los cerebros en una cubeta. [HILARY PUTNAM: Razón, verdad e historia.1988] poner en relación con el segundo texto de DESCARTES